[Para Perfil cultura]
Organizado por el centro cultural Espanha de Rosario, el primer encuentro “Literaturas americanas” convocó a figuras de la crítica, la academia y la literatura hispanoparlante; César Aira, Noé Jitrik, Martín Caparrós, el español Ignacio Echevarría y el nicaragüense Sergio Ramírez, entre muchos otros, disertaron sobre distintas dimensiones de la historia y la actualidad de la(s) literatura(s) latinoamericana(s).
Un congreso de literatura no necesariamente resulta un congreso literario. El aburrimiento –premisa de la sociedad del info entretenimiento- es un temor lícito aún ante la oferta de autores y autoridades pluralmente reconocidas y tópicos de interés. Porque lo que divierte sin entretener, lo que al menos hace presentir alteración subjetiva -y no mera sustitución de material simbólico-, no son tanto temáticas ni nombres propios como modos: movilizaciones de la pausa, zonas de silencio como condición de escucha, interpelaciones que trastocan lo obvio, que instalan una verdad de la enunciación, que no escinden el concepto transmitido del afecto propio del lazo comunicativo.
César Aira fue quien más literariedad dio al encuentro Literaturas americanas, en el panel sobre “textos fundadores de las literaturas nacionales”. Compartió un hermoso ensayo sobre Amalia, novela de José Mármol de mitad del siglo diecinueve: el verdadero índice de que hay una literatura nacional, empezó diciendo, es cuando se puede hablar mal de ella; hablar bien puede hacerlo cualquiera, sin sentimiento de pertenencia. “La novela de Mármol es perdonable”, “poniendo buena voluntad se deja leer”, afirmó el novelista argentino más prolífico a un auditorio ya cautivado. “El reconocimiento de la buena literatura carece por naturaleza del sello nacional”, aseveró después; propuso distinciones entre la lectura -gusto y sensibilidad en primer plano- y la escritura –exigente trabajo de realización-, iluminó la anatomía histórica del gusto –naturalizaciones de lo arbitrario-, y, tras proponer hipótesis formalizables, con poder de intervención en relatos y campos de conceptos de la literatura, fue deslizándose como naturalmente hacia un efecto literario, envolviendo a los presentes en una especie de cuento encantador donde contó que Mármol llenó su vida de Amalias, se casó con una, luego con otra, ¿cuántas podría haber conocido a razón de una por mes?, y a una por semana, una por día, una por hora, aparecían cientas, miles y miles, y cuántas Amalias hubiera conocido Mármol a una por segundo: “un número inverosímil históricamente, pero verosímil como marca única de la multiplicidad”, cerró ante el más estruendoso aplauso del congreso, en uno de los momentos con más de público (unas doscientas personas, poco más) de los tres días que duró; la muerte de Kirchner, el día previo a la inauguración, mermó seguramente la afluencia, dado el monopolio del duelo activo de los ánimos colectivos (impresionante, por cierto, que en todo el congreso sólo dos de veintisiete expositores -el director del encuentro, Martín Prieto, y la profesora Susana Zanetti- hicieron fugaces referencias a la coyuntura nacional).
Otro que preparó una conferencia no dominada ni por el comentarismo periodístico ni por el repaso archivo técnico de la academia, fue el joven poeta guatemalteco Alan Mills, en el panel sobre lenguas y dialectos de la literatura americana; recordó el Popol Vuh y se detuvo en el cuento de Borges La escritura del Dios (situado en el mundo maya): Borges es un hacker, dijo, que sabe infiltrarse en un sistema y aprehender su código matriz; mientras que el indigenismo de un Miguel Angel Asturias se acercaba al lenguaje indígena mediante la recreación de su prosodia, prosiguió, Borges buscaba encarnar su perspectiva cosmogónica.
El guatemalteco Mills festejó a Borges; el crítico español Ignacio Echevarría festejó a la literatura argentina, “con mucho la más vital de las castellanas”, y aseguró que Espania es metrópoli editorial (triangulando las consagraciones internacionales), pero no estética ni cultural, y que, incluso, autores argentinos que iban “a triunfar” a Espania, pagaban el costo de quedar excluidos aquí del canon local (Fresán, Lázaro Kovadlo, Patricio Pron, dijo).
El mexicano Fabricio Mejía, en la mesa “La crónica, género fundador de un continente. Derivas contemporáneas”, enhebró un relato sobre la crónica en nuestro continente, desde los diarios de Colón hasta nuestros tiempos de cultura audiovisual; definió al género como “el arte de un objeto hallado”. Sus compañeros de mesa, Martín Caparrós y el chileno Alberto Fuguet, hablaron cada cual de su relación con el género, y aportaron algunos comentarios: Fuguet dijo que la mejor novela latinoamericana de los últimos anios es la crónica de Leila Guerriero Los suicidas del fin del mundo, e hizo público que usa la mentira cuando escribe, “porque a veces la realidad se equivoca”. Caparrós retomó este punto -en uno de los escasos momentos de asociación colectiva-, y enfatizó que para transmitir lo que se impuso como verdadero en una situación, no siempre sus elementos literales son los más convenientes, y que por lo tanto en ese “mentir” hay una ética. Lamentablemente, en esta promisoria mesa el único avance sobre los motivos del auge actual de la crónica (al que el moderador Osvaldo Aguirre se refirió como “inflación”), fue Caparrós testimoniando que el género permite escapar a la -ya por casi nadie creída- pretensión de objetividad del periodismo.
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