El metro parisino, o sea el subte: decenas de líneas e incontables estaciones, cuyos nombres, a su vez, refieren a avenidas, edificios públicos, plazas, museos, monumentos dedicados a hitos de la historia francesa: militar, política, cultural. Dentro del ‘‘metro” aparece una crasa enumeración de modos de pedir limosna y diarios disponibles para leer bajo tierra; recuerdos de cómo era el subte antes y del recorrido urbano en que consistía la rutina infantil del autor. Palabras en francés: realmente muchas (además, algunos giros de traducción ibérica que parecieran no ser ningún idioma): difícil de soportar para cualquier lector no se diría nacionalista, sino sencillamente nacional. Aunque es cierto, suele ser valorada esta transferencia fetiche de los puntos en que efectivamente la historia de Francia es la de Europa, la de Occidente. Augé versa sobre su ciudad, su oficio de etnólogo y él mismo; pero el etnocentrismo es asumido explícitamente.
No queda muy claro, por otra parte, por qué el afamado autor de la categoría no-lugar regresa -con este pequeño libro bellamente editado en la colección Arco de Ulises de Paidós-, al tópico, más de veinte años después de haber publicado El viajero subterráneo. Un etnólogo en el metro. Aquí, la creatividad conceptual del ex presidente de la Escuela de altos estudios en ciencias sociales de París alcanza forjar nociones potentes, que trascienden su origen, cuando más se abstrae de su inmediatez. No tanto sobre el subte, por ejemplo, como del estar con otros, de la “masa común”, donde la solidaridad, dice, comporta fraternalismo pero también mecanicismo; y no tanto de la antropología como de la escritura en general: momento individual del ser común, repetición ritual que habilita novedad, acierto expresivo que constata existencia del autor y visibiliza identidad con el lector.
[Publicado en Perfil Cultura]
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