Wednesday, June 02, 2010

Reseña de "Ovejas feroces", de Katja Lange-Muller (Adriana Hidalgo), en Rolling Stone

Amado junkie de mi vida

De cada elemento del relato podría decirse que es un “tema” tratado por la novela, porque con sus doscientas treinta paginitas, tiene alcance universal: funda el universo desde sí. Triste pero de una delicadeza conmovedora, hermosa de la belleza en condiciones de tragedia, está escrita buena parte en segunda persona porque Soja, berlinesa oriental escapada al lado occidental (como la autora) en 1987, escribe como respuesta a un diario personal que encontró de su amado Harry tras su vínculo breve y tempestuoso. Harry, heroinómano en tregua, recién excarcelado, a quien la desamparada y querible bebedora Soja conoce por la calle, no la menciona en su diario ni una vez. Ella, la única incondicional, la que le organiza como puede el grupo de acompañamiento para el proceso de desintoxicación tutelada, exigido para no volver a prisión, ella, que se encontró luego una realidad todavía mucho más irreparable y habitó con amor estoico su lacerante destino, verificó su ausencia en las “ochenta y nueve frases” dejadas por Harry sobre esa época.
Exilada a su misma ciudad pero otro mundo, el desamparo la hace vulnerable, pero también resistente: oveja feroz. Su feminidad, además, es propicia para encarnar la fortaleza desde la fragilidad (ellas no cargan el culto místico a la fuerza pura). Soja, eres como la mayoría, los hombres fuertes te debilitan, pero los débiles te hacen fuerte, le dice Harry, convaleciente, aunque ella busca posición de poder pero no para abusar sino para salvar. No se trata sin embargo del sacrificio cristiano tipo Contra viento y marea de Lars Von Trier, ligado al acceso a Dios. Es en cambio una dedicación cercana a Solari cuando canta si Dios queda en nada o no existe, te amaré mucho más. De alguna manera, en esa Berlín bipolar muriente (cuyo lado oriental relata Los últimos, anterior edición local de Lange-Muller), Soja aprovecha cuánto lo adverso convoca al despliegue de la propia potencia. Algo de eso ha de tener también la adicción: dañina pero verdadera autogestión de las propias emociones. Quizá el autoflagelo sea un modo –triste- del inconformismo social.
Acaso la literatura sea uno de los últimos refugios para tratar afectivamente la tragedia, negada, o reducida a espectáculo, por nuestra sociedad exitista; algunos aún se hacen responsables de mostrar que aún en lo peor, podemos estar, y que eso es desgarrante y maravilloso. Soja sabe que las palabras son cucharas agujereadas, pero igual cuenta. No escribe porque puede (lujo del talentoso que tantas pertinencias extravía), sino como si íntimamente debiera. Necesita contar aunque no se sabe con qué objeto; es una necesidad que se sabe inútil, un sentido sin meta, salvo quizá que lo contado se inscriba más densamente en la carne del alma.

Reseña de "El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas", de Haruki Murakami (Tusquets), en Rolling Stone

Cuanto más alto trepa el monito...

Si esta novela del festejado autor japonés, escrita y publicada originalmente en 1985, hubiera sido editada aquí por Planeta en vez de por el prestigioso Tusquets, no sería muy distinto de un Wilbur Smith, u otro tanque de escritura mecánica. Lejos de sus mejores momentos (Tokio Blues, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo), Murakami llena casi quinientas páginas con una doble historia paralela sustentada en elementos fantásticos -una muralla viva encierra el Fin del mundo-, y de ciencia ficción y policial negro -en una Tokio con cerebros intervenidos para cifrar información con el código inexpugnable del inconciente-. La clandestina “guerra por la información” entre dos megacorporaciones signa la época; también las “cintas” que suenan de Duran Duran y Police. Si bien Murakami sabe sostener una estructura bidimensional, la prosa aquí es engolada, redundante, y abundan segmentos argumentales pueriles: una larga excursión subterránea en túneles y cavernas ocultas donde amenazan “los tinieblos” y todo el tiempo hay “pálidas tinieblas”, pozos por los que la súbita inundación obliga a “subir a la torre”… Más y más elementos estereotípicos que, en la otra historia, constan en una aldea con unicornios donde para entrar te “sacan la sombra”, que al tiempo muere y, con ella, tu corazón; sorprende la profusión de cursilerías en torno al corazón (que te orienta, que no lo pierdas, etc.), en el marco del sabido dilema de si tener sentimientos y sufrir el mundo real o no tenerlos y por eso mismo no entristecerse al respecto.

Reseña de "Los peligros de fumar en la cama", de Mariana Enríquez (Emecé), en Rolling Stone

Tanto cadáver que da hambre


¿Cuál es la vitalidad del horror? Cadáveres de bebés con andanzas persistentes; fantasmas de niños olvidados; antropofagia rockera devota; fetiche sexual por el sonido de corazones defectuosos: acaso el propio Horacio Quiroga tendría escalofríos al leer estos doce cuentos terroríficos, sobrenaturales y psicológicos, los primeros que Enríquez publica como libro (tras las novelas Bajar es lo peor y Cómo desaparecer completamente). Mérito de la autora es que el clima de género siniestro plasme además una actualidad lingüística local, así como una exposición del horror que inunda la realidad social, como en El carrito, sobre un barrio del conurbano donde un presunto villero, borracho, defeca en plena calle y es echado a patadas pero deja, al parecer, una maldición a los vecinos, cuyas vidas caen en picada hasta una desesperación rencorosa que se permite la peor atrocidad.
Varios personajes son jóvenes desgraciados, más o menos drogones y en la lona, engendros estructurales de la sobra urbana. Su tipo podría bastar para una escritura catárquica y autorreferencial (blogger), pero la autora –nacida en 1973 y exenta de blog- los toma en proyecto literario, en una escena de tensión que los excede y a cuyo movimiento están sujetos. Varias piezas son memorables; Mariana Enríquez sabe escribir, sabe dosificar, sabe condensar, sabe callar. Por la finura y la precisión, se adivina una laboriosidad muy conciente, un cálculo artesanal del efecto de lectura –no es fácil inducir miedo. Los pocos relatos en tercera persona son tan prolijos que se tornan predecibles, incluso el por lo demás excelente El aljibe. Pero en general, la sangre y el asco sirven para fugar de la comodidad del saber escribir. Y de la obviedad: “Marcela nos parecía alguien tan intenso” -dice la narradora y personaje de Ni cumpleaños ni bautismos-, “no como esa gente sin misterio, con sus aburridos problemas y su cobardía”, y resulta que Marcela es una chica rapada por arranques de pelo durante trances alucinatorios en los que se masturba en el suelo hasta sangrar la vulva, y de los que amanece con los brazos simétricamente tajeados. Enfocando en el cuerpo como suciedad inagotable, la autora, prestigiosa periodista cultural (estable en Página/12) y una de las narradoras más respetadas de su generación, huye de los paraísos de confort retórico; cuida la vida recordando su inherente horror. Acaso el más siniestro, incómodo y complejo cuento sea el último, Cuando hablábamos con los muertos, donde espíritus de militantes desaparecidos responden al juego de la copa, y no tener afectos que hayan sido “llevados” queda en posición re-out.

Reseña de "Conversaciones en el impasse", del Colectivo Situaciones (Tinta Limón), en Sup Cultura, Perfil

En busca de la movilización perdida

La noción de impasse en lo político escapa a la presunta politización que tanto medios como intelectuales señalan en boga a partir del “conflicto del campo”. Porque niega que la animosidad de polarizaciones mediatizables detente potencia política en términos de alterar, creando, las representaciones de lo posible y las imágenes de lo social; la polarización, más bien, fija en una disyuntiva prefabricada. De palabras que se intercambian como piezas de códigos disecados, sin efecto pragmático de movilización de los cuerpos –más que para la inercia de lo mismo: el capital-, está hecho el impasse en lo político. Lo único confiable cuando pareciera que toda aparición se convierte de inmediato en insumo de la valorización del capital y su espectáculo, dice el colectivo Situaciones en el prólogo, es el malestar. Y en el malestar, la inquietud. Inquietud, sensibilidad en la cercanía, experimentación perceptiva, elaboración artesanal de una lectura autónoma de las situaciones, son las hebras básicas para encontrar potencia en la oscuridad del impasse. Y alianzas en el llano: así puede entenderse la serie de entrevistas (se diría globales) que da cuerpo al libro, donde la conversación es médula del “género pensamiento”. León Rozitchner, Toni Negri, Michael Hardt, Sandro Mezzadra, Suely Rolnik, Peter Pal Pelbart, Franco Bifo Berardi, Rafael Gutiérrez Aguilar, Arturo Escobar y Santiago López Petit son, parece, más o menos amigos de Tinta Limón, editorial orgánica de Situaciones; y la amistad resulta un primer escalón de cooperación autónoma. La lucidez es efecto de una composición colectiva donde la palabra tiene sentido -en la fragilidad de lo que siente. Como si en soledad no se pudiera tolerar la renovada ignorancia que es necesaria para la actualización y el activismo, para que la idea sea praxis.

Reseña de "Grieta de fatiga", de Fabio Morábito (Eterna Cadencia), en Sup Cultura, Perfil

Segunda edición al hilo que Eterna Cadencia hace del escritor nacido en Alejandría en 1955, criado milanés y residente en México desde la adolescencia, después de la buena acogida crítica de La lenta furia, su primer volumen de relatos, de 1989, pero publicado aquí recién el año pasado, cuando también salió con aplausos su única novela, Emilio, los chistes y la muerte. Los quince cuentos del presente libro son de 2006 y entretienen, muestran oficio y en ocasiones asombran. El primero, Huellas, cuenta el cenit de un verdadero huellólogo playero, o semiólogo de la pisada, que descifra en marcas de pies en arena la necesidad de sí mismo. El siguiente (El gesto), también gira en torno a un elemento argumental muy puntual puesto en el centro (el único gesto que en una nutrida familia nadie repite) para que la trama se enhebre tejiendo sus derivados lógicos; puede recordar a buenos momentos del también mexicano por adopción Mario Bellatin, en esa suerte de proyecto lúdico radical.
Luego, sin embargo, pasa a hegemonizar el libro el enfoque en tensiones y enmarañamientos vinculares, relaciones sociales en el oprobio urbano. Amagues de deseo clasemedieros; nerviosas perspectivas en posiciones de inferioridad jerárquica; cadenas de conjeturas donde se especulan las causas de las causas de actitudes y decisiones; inteligencias del cálculo. Casi siempre finalizan con revelaciones y dejo de moraleja, al menos enseñanza, conclusiones algo forzadas para lo que parece haber nacido como pura escena de trabazón, grieta de fatiga.
Ingenioso, trabajador, ocurrente sin exceso, en estas piezas Morábito se detiene en lo intrincado y mansamente trágico de las relaciones personales en el marco de la vida masiva. Hay cinco cuentos con personajes escritores, en dos de los cuales ocupan habitaciones de hotel lindantes: de nuevo una idea y sus derivados posibles. Sólo en uno la profesión letrada conduce a una creatividad para la vida, salvándose del patetismo en carrera. Recién los últimos tres textos salen nuevamente de la ciudad y dan respiro y anchura a la prosa, motorizados, aquí sí, por una intención hasta el final. En Micias, Armaduras y La selva se achica, Morábito va a Troya, a un duelo de caballeros andantes y a la selva donde los indios huyen de la civilización eléctrica, para explicitar su temor –protagonista y escollo en este libro-: el achicamiento del mundo, también en la jungla urbana, que no tiene misterio pero sí malentendido.