Segunda edición al hilo que Eterna Cadencia hace del escritor nacido en Alejandría en 1955, criado milanés y residente en México desde la adolescencia, después de la buena acogida crítica de La lenta furia, su primer volumen de relatos, de 1989, pero publicado aquí recién el año pasado, cuando también salió con aplausos su única novela, Emilio, los chistes y la muerte. Los quince cuentos del presente libro son de 2006 y entretienen, muestran oficio y en ocasiones asombran. El primero, Huellas, cuenta el cenit de un verdadero huellólogo playero, o semiólogo de la pisada, que descifra en marcas de pies en arena la necesidad de sí mismo. El siguiente (El gesto), también gira en torno a un elemento argumental muy puntual puesto en el centro (el único gesto que en una nutrida familia nadie repite) para que la trama se enhebre tejiendo sus derivados lógicos; puede recordar a buenos momentos del también mexicano por adopción Mario Bellatin, en esa suerte de proyecto lúdico radical.
Luego, sin embargo, pasa a hegemonizar el libro el enfoque en tensiones y enmarañamientos vinculares, relaciones sociales en el oprobio urbano. Amagues de deseo clasemedieros; nerviosas perspectivas en posiciones de inferioridad jerárquica; cadenas de conjeturas donde se especulan las causas de las causas de actitudes y decisiones; inteligencias del cálculo. Casi siempre finalizan con revelaciones y dejo de moraleja, al menos enseñanza, conclusiones algo forzadas para lo que parece haber nacido como pura escena de trabazón, grieta de fatiga.
Ingenioso, trabajador, ocurrente sin exceso, en estas piezas Morábito se detiene en lo intrincado y mansamente trágico de las relaciones personales en el marco de la vida masiva. Hay cinco cuentos con personajes escritores, en dos de los cuales ocupan habitaciones de hotel lindantes: de nuevo una idea y sus derivados posibles. Sólo en uno la profesión letrada conduce a una creatividad para la vida, salvándose del patetismo en carrera. Recién los últimos tres textos salen nuevamente de la ciudad y dan respiro y anchura a la prosa, motorizados, aquí sí, por una intención hasta el final. En Micias, Armaduras y La selva se achica, Morábito va a Troya, a un duelo de caballeros andantes y a la selva donde los indios huyen de la civilización eléctrica, para explicitar su temor –protagonista y escollo en este libro-: el achicamiento del mundo, también en la jungla urbana, que no tiene misterio pero sí malentendido.
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