Muñecos de Cristo
La primera novela de la entrerriana nacida en
1973 continua con firmeza la literatura que ya venia publicando en las
colecciones de relatos Mal de muñecas y
Una chica de provincia. En el calor infernal
de la frontera santafecino-chaqueña, un pastor evangelista queda varado con su
hija adolescente; llegan a lo del mecánico de la zona, que vive, con su
ayudante también adolescente, rodeados de autos viejos y el monte. La calor es el trasfondo de sus
existencias, una brea que ralentiza los acontecimientos acorde a una prosa
lenta y prolija, que arma la situación (es prácticamente novela de una escena)
como atestiguándola, no aclara nada, no explica, no reflexiona: abre el mundo
para encontrar y contar esta historia, que es minima pero, vista de cerca,
universal: el cielo puede caer sobre sus cabezas. La vida campesina, la muerte,
la soledad, el desarraigo y las creencias, la crianza y el rencor, temas presentes.
Un viejo asunto: Dios o la naturaleza, la palabra divina o hacerse león en el
monte, como quería Atahualpa. Cuando el argumento coincide con un esquema estereotípico,
sale a la luz el artificio y se siente la voluntad autoral de conducir hacia un
objetivo la trama, con impulsos un poco forzados; mostrar la arrogancia de atribuirse
la palabra divina, verbigracia, es como derribar puertas ya abiertas… En
cambio, una vez que la novela –legible en una tarde- va por donde quiere estar,
la orquestación narrativa vuelve a agazaparse, a entregarse a esos cuerpos, dos
viejos con identidades fuertes y cuerpos nostalgiosos, y dos ternuras de
dieciséis años que ya saben lo que es sufrir. Una gran curiosidad por su mundo anima
los mejores momentos del relato, como de alguien escondido en los arbustos para
poder percibir y narrar a salvo de este sol tremendo.
[Por AjV para Rolling Stone]
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