Hugo Mujica, poeta y cura
“Mi gente es la que no cree”
Antítesis de lo común, la vida de Hugo Mujica. En primer lugar porque su obra poética le depara un pasar económico holgado; cuatro ediciones hizo ya Seix Barral de su Poesía Completa y goza además de una sólida presencia en España. En su departamento de Libertad y Posadas tiene una biblioteca impresionante, unos diez metros de largo por cuatro de alto; ha estudiado Filosofía, Antropología, Teología y Bellas Artes, por lo que “iba para pobre seguro”. En 1961, a los diecinueve años, dejó su empleo fabril y emigró a Nueva York. Vivió allí hasta el 70; fue, por ejemplo, amigo de Allen Ginsberg. Después, en su búsqueda por “el sentido”, se internó siete años en un convento de la orden Trapense con voto de silencio. Ahí comenzó a escribir. Luego estuvo luego un año viviendo en el campo bonaerense, solo, donde escribió su autobiografía y, apenas hecha, la quemó; después, en el 83, se ordenó sacerdote católico: hoy, el poeta celebra misa todos los domingos en la Iglesia Patrocinio San José. El motivo actual para entrevistarlo es la publicación –vía Seix Barral- del libro de cuentos Bajo toda la lluvia del mundo.
Los cuentos muestran situaciones de soledad muy dura.
Cuentan momentos en que cada vida puede trazar un línea, como diciendo basta, llegaste, para enfrentarse con la vida entera, manifiesta, sin el paliativo del mañana. Y sí, testimonian una soledad muy fuerte. En la confesión, por ejemplo, pasa mucho que la gente grande te dice “doctor”, porque con los únicos que hablan es con los médicos. Hay mucha soledad. Yo tengo otro tipo de soledad, no de carencia sino de convivencia conmigo. Escribir para mí es una tarea absolutamente solitaria; pero la soledad mayor de escribir es con relación a lo que estás escribiendo. La obra es inefable para uno mismo.
Pasaron dieciocho años de su último libro de cuentos, ¿qué cosas lo llevan a escribir relato, poema o ensayo?
A mí me interesa el acto creador de la poesía: capta lo que no hay. Los otros géneros trabajan con eso captado; la poesía es el relámpago y los otros géneros el trueno. Mi libro anterior es un ensayo sobre el acto creador [Lo Naciente, Ed Pre-Textos], y en España vi que circuló como poesía; si bien está escrito poéticamente, la diferencia es que yo tenía una intención antes de escribirlo -la idea de que el acto creador es el silencio-, mientras que poesía se escribe sin intención previa. Claro que al tocar un tema como ese también acontece el acto creador, que para mí es poético en el sentido de un lenguaje flexible, tembloroso.
¿El pensamiento carece de la capacidad de “traer al ser algo que no era”?
Heidegger dice que el pensador piensa el ser y el poeta nombra lo sagrado. En el pensamiento lo que traés lo insertás en un discurso que se confronta con una tradición. El poema, en el instante, se cierra en sí, es su propia ley.
¿No hay acaso poesías sí escritas en diálogo con corpus previos?
La quintaesencia de la poesía para mí es traer el no ser al ser, y la mayoría de los poetas trabajan sobre lo que ya es. Mi locura es el acto creador, ese instante es lo más cercano que tenemos a la comprensión absoluta de nada. Porque es el instante de haber nacido. Nos lleva a ese lugar en el cual no éramos y de repente aparecimos; el acto creador repite ese acto inaugural. Poesía es ser el misterio; el pensamiento quiere revelarlo. Yo quiero custodiarlo.
Si la poesía es el reducto de la creación del que se nutren otros discursos, ¿tiene, aún siendo poco leída, una función social?
Es un reservorio de sentido. Pero las cosas esenciales no están en la funcionalidad, eso quizá sea una urgencia epocal nuestra. Todo lo estético, precisamente, trae a la existencia la gratuidad. ¿qué pasaría si la vida se resolviera en la gratuidad y no en la funcionalidad? Las cosas son sencillamente por la gloria del ser, y volvemos a Heráclito: en el medio del mundo hay un niño que juega. El arte es el lugar de lo que se justifica a sí mismo aconteciendo.
¿Cómo se predispone para el acto creador?
Se aprende. En realidad, se desaprende. Yo estuve siete años en un monasterio. En los dos primeros, a la mañana laburábamos y a la tarde era la formación, que en mi caso consistía en ir al bosque a estar solo. Me indicaban estar en el bosque y no rezar, “porque rezar es sacar cuentas”, uno está invirtiendo; era aprender a estar, sin por qué ni para qué. La sabiduría de hoy es desaprender; el yo actual es incapaz de novedad porque está saturado. Mi poesía es producto de ese despojo.
Antes del convento...
En Nueva York me agarró el hippismo, los asesinatos de los dos Kennedys, Luther King, Malcom X, una época riquísima.
Cuando se piensa en esa época hoy día se habla más de las flores que de los fusiles.
Y quedaron los fusiles: la guerra en Irak y Afganistán siguen la de Vietnam. La contracultura murió con el hippismo, porque con el hippie por primera vez el contestatario no venía con un libro abajo del brazo. Varias veces dije cínicamente que el hippismo fue un brote afectivo en la racionalidad sajona. A los latinos y los negros nos llevó mucho tiempo entenderlo porque vivíamos franeleando desde siempre; para ellos tocarse era novedosísimo.
¿Tenía preceptos similares al cristianismo, amaos los unos a los otros?
Eso lo tienen todos, el precepto hippie era más bien “amarse los unos sobre los otros”. El cristianismo es la vida medio desnuda, casi sin ideología. Consagra la vida. Dios creó el mundo, no la religión.
¿Qué del cristianismo tiene actualmente poder vital, para usted?
Muy poco. Nietzsche hablaba de cuando los valores no valorizan; el cristianismo ya no tiene incidencia, no transforma, puede informar, moralmente sobre todo, pero ya no es un acontecimiento; quedó la organización de lo que fue un acontecimiento. En los evangélicos tampoco pasa nada; trabajan con un fanatismo básico, en lugar de con aburrimiento burgués como el catolicismo, pero no está aconteciendo eso que llamamos lo sagrado. Lo sagrado sigue estando todavía en lo estético. Después de todo la religión es un fenómeno estético. No en vano se nos ocurrió que Dios era un creador.
¿Cómo es para usted celebrar misa?
Es experimentar la pertenencia; yo pertenezco a esos gestos inmemoriales. Me convertí de grande, lo que está muy bueno, porque uno entra como adulto y comprende como adulto, mientras que en general los que están en la Iglesia comprendieron como niños y después nunca más revieron lo que habían aprendido, entonces si van a la facultad tienen conocimientos sociológicos de adulto y religiosos de niño.
¿Y cómo lo alberga la Iglesia siendo usted tan distinto en un punto?
En todos los putnos. Mi vida está muy marcada por una necesidad de libertad. Para mí la libertad es abrir un espacio en lo que hay instituido, y yo en la Iglesia abrí un espacio singular que fue respetado. Aristóteles decía que hay tres caminos al ser, o a Dios: la verdad, que sería el pensamiento, la bondad que sería la ética, y la belleza que es la estética. Yo tengo la mirada estética, veo en términos de lindo o feo. Por algo entré en un monasterio y no en una parroquia. Y lo que siento que puedo dar ese sentido que encontré en la vida, cuya figura central es esa imagen irresistible del Cristo en la cruz. La gente de la parroquia no es mi gente; mi gente es el que no cree. El que busca, no el que se sentó a disfrutar de lo encontrado. Creo más en el ateo ferviente que en el cristiano resignado; creo más cerca de Dios al ateo que pelea por resolver la existencia y no encontró el comodín de Dios para tapar el agujero.
Publicado en Debate
“Mi gente es la que no cree”
Antítesis de lo común, la vida de Hugo Mujica. En primer lugar porque su obra poética le depara un pasar económico holgado; cuatro ediciones hizo ya Seix Barral de su Poesía Completa y goza además de una sólida presencia en España. En su departamento de Libertad y Posadas tiene una biblioteca impresionante, unos diez metros de largo por cuatro de alto; ha estudiado Filosofía, Antropología, Teología y Bellas Artes, por lo que “iba para pobre seguro”. En 1961, a los diecinueve años, dejó su empleo fabril y emigró a Nueva York. Vivió allí hasta el 70; fue, por ejemplo, amigo de Allen Ginsberg. Después, en su búsqueda por “el sentido”, se internó siete años en un convento de la orden Trapense con voto de silencio. Ahí comenzó a escribir. Luego estuvo luego un año viviendo en el campo bonaerense, solo, donde escribió su autobiografía y, apenas hecha, la quemó; después, en el 83, se ordenó sacerdote católico: hoy, el poeta celebra misa todos los domingos en la Iglesia Patrocinio San José. El motivo actual para entrevistarlo es la publicación –vía Seix Barral- del libro de cuentos Bajo toda la lluvia del mundo.
Los cuentos muestran situaciones de soledad muy dura.
Cuentan momentos en que cada vida puede trazar un línea, como diciendo basta, llegaste, para enfrentarse con la vida entera, manifiesta, sin el paliativo del mañana. Y sí, testimonian una soledad muy fuerte. En la confesión, por ejemplo, pasa mucho que la gente grande te dice “doctor”, porque con los únicos que hablan es con los médicos. Hay mucha soledad. Yo tengo otro tipo de soledad, no de carencia sino de convivencia conmigo. Escribir para mí es una tarea absolutamente solitaria; pero la soledad mayor de escribir es con relación a lo que estás escribiendo. La obra es inefable para uno mismo.
Pasaron dieciocho años de su último libro de cuentos, ¿qué cosas lo llevan a escribir relato, poema o ensayo?
A mí me interesa el acto creador de la poesía: capta lo que no hay. Los otros géneros trabajan con eso captado; la poesía es el relámpago y los otros géneros el trueno. Mi libro anterior es un ensayo sobre el acto creador [Lo Naciente, Ed Pre-Textos], y en España vi que circuló como poesía; si bien está escrito poéticamente, la diferencia es que yo tenía una intención antes de escribirlo -la idea de que el acto creador es el silencio-, mientras que poesía se escribe sin intención previa. Claro que al tocar un tema como ese también acontece el acto creador, que para mí es poético en el sentido de un lenguaje flexible, tembloroso.
¿El pensamiento carece de la capacidad de “traer al ser algo que no era”?
Heidegger dice que el pensador piensa el ser y el poeta nombra lo sagrado. En el pensamiento lo que traés lo insertás en un discurso que se confronta con una tradición. El poema, en el instante, se cierra en sí, es su propia ley.
¿No hay acaso poesías sí escritas en diálogo con corpus previos?
La quintaesencia de la poesía para mí es traer el no ser al ser, y la mayoría de los poetas trabajan sobre lo que ya es. Mi locura es el acto creador, ese instante es lo más cercano que tenemos a la comprensión absoluta de nada. Porque es el instante de haber nacido. Nos lleva a ese lugar en el cual no éramos y de repente aparecimos; el acto creador repite ese acto inaugural. Poesía es ser el misterio; el pensamiento quiere revelarlo. Yo quiero custodiarlo.
Si la poesía es el reducto de la creación del que se nutren otros discursos, ¿tiene, aún siendo poco leída, una función social?
Es un reservorio de sentido. Pero las cosas esenciales no están en la funcionalidad, eso quizá sea una urgencia epocal nuestra. Todo lo estético, precisamente, trae a la existencia la gratuidad. ¿qué pasaría si la vida se resolviera en la gratuidad y no en la funcionalidad? Las cosas son sencillamente por la gloria del ser, y volvemos a Heráclito: en el medio del mundo hay un niño que juega. El arte es el lugar de lo que se justifica a sí mismo aconteciendo.
¿Cómo se predispone para el acto creador?
Se aprende. En realidad, se desaprende. Yo estuve siete años en un monasterio. En los dos primeros, a la mañana laburábamos y a la tarde era la formación, que en mi caso consistía en ir al bosque a estar solo. Me indicaban estar en el bosque y no rezar, “porque rezar es sacar cuentas”, uno está invirtiendo; era aprender a estar, sin por qué ni para qué. La sabiduría de hoy es desaprender; el yo actual es incapaz de novedad porque está saturado. Mi poesía es producto de ese despojo.
Antes del convento...
En Nueva York me agarró el hippismo, los asesinatos de los dos Kennedys, Luther King, Malcom X, una época riquísima.
Cuando se piensa en esa época hoy día se habla más de las flores que de los fusiles.
Y quedaron los fusiles: la guerra en Irak y Afganistán siguen la de Vietnam. La contracultura murió con el hippismo, porque con el hippie por primera vez el contestatario no venía con un libro abajo del brazo. Varias veces dije cínicamente que el hippismo fue un brote afectivo en la racionalidad sajona. A los latinos y los negros nos llevó mucho tiempo entenderlo porque vivíamos franeleando desde siempre; para ellos tocarse era novedosísimo.
¿Tenía preceptos similares al cristianismo, amaos los unos a los otros?
Eso lo tienen todos, el precepto hippie era más bien “amarse los unos sobre los otros”. El cristianismo es la vida medio desnuda, casi sin ideología. Consagra la vida. Dios creó el mundo, no la religión.
¿Qué del cristianismo tiene actualmente poder vital, para usted?
Muy poco. Nietzsche hablaba de cuando los valores no valorizan; el cristianismo ya no tiene incidencia, no transforma, puede informar, moralmente sobre todo, pero ya no es un acontecimiento; quedó la organización de lo que fue un acontecimiento. En los evangélicos tampoco pasa nada; trabajan con un fanatismo básico, en lugar de con aburrimiento burgués como el catolicismo, pero no está aconteciendo eso que llamamos lo sagrado. Lo sagrado sigue estando todavía en lo estético. Después de todo la religión es un fenómeno estético. No en vano se nos ocurrió que Dios era un creador.
¿Cómo es para usted celebrar misa?
Es experimentar la pertenencia; yo pertenezco a esos gestos inmemoriales. Me convertí de grande, lo que está muy bueno, porque uno entra como adulto y comprende como adulto, mientras que en general los que están en la Iglesia comprendieron como niños y después nunca más revieron lo que habían aprendido, entonces si van a la facultad tienen conocimientos sociológicos de adulto y religiosos de niño.
¿Y cómo lo alberga la Iglesia siendo usted tan distinto en un punto?
En todos los putnos. Mi vida está muy marcada por una necesidad de libertad. Para mí la libertad es abrir un espacio en lo que hay instituido, y yo en la Iglesia abrí un espacio singular que fue respetado. Aristóteles decía que hay tres caminos al ser, o a Dios: la verdad, que sería el pensamiento, la bondad que sería la ética, y la belleza que es la estética. Yo tengo la mirada estética, veo en términos de lindo o feo. Por algo entré en un monasterio y no en una parroquia. Y lo que siento que puedo dar ese sentido que encontré en la vida, cuya figura central es esa imagen irresistible del Cristo en la cruz. La gente de la parroquia no es mi gente; mi gente es el que no cree. El que busca, no el que se sentó a disfrutar de lo encontrado. Creo más en el ateo ferviente que en el cristiano resignado; creo más cerca de Dios al ateo que pelea por resolver la existencia y no encontró el comodín de Dios para tapar el agujero.
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