“Me siento más brasileña que argentina”
La señora del swing, defensora del candombe argentino, modernizadora del teatro de revista argentino en la segunda mitad de los cincuenta, es dueña de una historia riquísima, repleta de anécdotas en primera persona con personajes como Dizzy Gillespie, los miembros de la generación bossa nova brasileña y un tal Astor Piazzolla, con quien grabó un disco (“Astor Piazzolla – Egle Martín”) y a quien, según ella contó, le rechazó una oferta matrimonial. Su biografía cuenta tanto la historia de la música porteña y su vínculo con la bossa que Jorge Pistocchi (fundador de la mítica revista El Expreso Imaginario) está entrevistándola parar escribir el libro de su vida.
Vive en el sudoeste de Barracas en una casa chorizo de 1890, reformada y sobre todo acondicionada por ella, atiborrada de objetos, cuadros, plantas, telas, instrumentos y decoraciones que hacen sentir que uno entró por una puerta a otra ciudad, medio africana, medio brasileña, todo Egle. La dama goza contando su historia y saca a relucir fotografías, o reproducciones de diarios alemanes que la pusieron en primera plana cuando, en 1959, fue al país germano y cantó con la Sinfónica de Berlín en anfiteatros con hasta cincuenta mil personas.
Ese pasado inmenso tiene hoy, empero, una presencia juvenil. El espectáculo Identidad la ubica a Egle sobre el escenario de La Vaca Profana (viernes 18 próxima presentación) cantando boleros, candombes, bossa, algún tango, rodeada de siete jóvenes talentos musicales. Entre ellos, hace gala de su glamour, su canto excepcional y, fundamentalmente, de la alegría pura que le surge haciendo música: “Es gracias a la música que estoy viva. A mí lo que más me gusta es improvisar. Me siento como volando en el escenario. Cuando las personas te dan las gracias yo siento que les llegué al alma. Es una sensación increíble. Me acuerdo que una de las emociones más fuertes que tuve era ver en vivo a Vinicius de Moraes. Éramos muy amigos, nos queríamos mucho y nos llevábamos muy bien, era fantástico. Yo siempre andaba por detrás del escenario, y veía cómo la gente le daba las gracias.”
¿Cómo se dio esa amistad? ¿Usted ya tenía vínculo con la cultura brasileña?
Yo hablo portugués normalmente sin haber aprendido nunca, y como vengo del jazz la bossa me es fácil. Pero siempre me pregunté por qué me sentía tan bien, cuando fui a Brasil estaba tan plena... Hasta que mi mamá me contó que ella y mi papá se fueron una vez de vacaciones a Río y ahí quedó embarazada de mí. La pasaban tan bien que se volvieron cuando estaba de ocho meses. Lo cual es muy conflictivo para mí, porque me siento mucho más brasileña que argentina. Vinicius y todos ellos me invitaron a irme a vivir allá, pero no lo hice. Me quedé. A él lo conocí cuando viene Maiza Matarazzo a Buenos Aires, año 58 o 59, la fui a ver, me quedé maravillada, loca, me acerqué a decirle que la escuchaba, que la adoraba, y vino a la mesa con sus músicos, y nos quedamos juntos para siempre. A mí haberlos conocido a ellos me parecía normal. Después vivían en casa cada vez que venían, con la gente del Tamba Trío, con [Roberto] Menescal, con Joao Gilberto, con muchísimos músicos de allá. Era una sucursal de Brasil mi casa, pero a mí me parecía normal todo. En los sesenta pasaba de todo y parecía normal. Había como un vértigo a hacer cosas, a encontrarse con gente, a armar cosas, ahí aparece el Di Tella después. Una época maravillosa.
¿Esa efervescencia creativa tenía que ver con los proyectos de cambio social radical que albergaba esa época?
Ojo que sucedían las cosas más feroces también. Nosotros vivíamos como en una ensoñación. Tal vez cuando pasan las cosas más tremendas, por instinto de conservación, no digo que ignoramos porque hay que no tener sensibilidad para ignorar, pero uno trata de sobrevivir, y estando al filo de la navaja necesitás hacer un montón de cosas creativas, te lanzás más, porque total igual te podés morir. Es lo que pasa en los momentos límites. Mientras tengas ganas de hacer, no está todo perdido. Los artistas tratan de sobrevivir y sirven para que sobrevivan los demás.
¿Y su relación con Dizzy Gillespie, de quién tan cariñosamente habla, cómo es?
Lo conocí a los dieciséis años, cuando vino acá a dar unos conciertos con Quincy Jones. Yo ya había sido Reina de la televisión a los catorce años, y estaba en el teatro de revista. Cuando vino lo fui a ver. Le conté lo que me había pasado a los trece años: había ido a ver a Gene Kelly en un americano en París y me había muerto, porque hasta entonces yo estaba en una burbuja, mi mamá cantaba clásico, yo bailaba clásico desde los siete años en el Colón, no conocía otra cosa. Y cuando escuché a Gershwin....Fue un desprendimiento, sentí que los brazos se me transformaban en alas. Entonces llamé a Rodolfo Alchourron, un gran músico que entonces recién empezando con la guitarra, y me ofreció traerme un disco de Ellington y uno de Sara Vaughan. Con esos dos discos armé mi vida. Yo amaba el ballet El lago de los cisnes, entonces empecé a pensar si podíamos hacerlo con la rítmica del jazz, y lo hice, a escondidas lo hice, tenía trece años. Cuando vino Gillespie, me fui en medio de mi función, me puse un sobretodo, y rogué por verlo hasta que me dejaron entrar a su camarín. Dizzy, le digo, me muero con vos, y le conté toda esta historia del Lago de los cisnes. “Yes”, me decía él, “eso es el beep-bop”. Quedó que me pasaba a buscar tras la función para ir a comer y hacer música a un lugar que les prestaba Fresedo. Desde ahí nos empezamos a ver y no nos separamos nunca más. El me decía que con Charlie Parker hacían lo mismo: tomaban Stravinsky y lo hacían con armonías de jazz, o armonías clásicas cantando un tema de jazz. Yo era muy menor, entonces venía mi abuela a acompañarme y Quincy Jones le armaba todo un sillón con almohadones, estaba lleno de músicos, ahí lo conocía a [Lalo] Shcifrin, quien fue luego mi novio, y al Gato Barbieri. Cuando se fue Dizzy sufrí mucho, él era mi padre, mi alma, mi todo.
¿Y su vínculo con la cultura africana como surge?
Siempre estuve cerca de la cultura africana. Trabajé con la embajada de Nigeria, hice años de investigación. La parte norte de Nigeria es el centro más poderoso que tiene Africa, y gente de allí me decía que el tambor es el latido del corazón, y que a medida que el negro duerme el tambor se ralenta, y que después el negro se despierta y el corazón se acelera, y el tambor va siempre al ritmo, porque es el que mueve la sangre del cuerpo, y cuando cantan, el canto es el espíritu, y allí el negro está entero. Respetar la música hace bien, pero aquí se le ha dado bastante la espalda a la herencia africana que tenemos. Yo no entiendo bien lo que ha sucedido. Porque pareciera que no es un pueblo racista, pero te dicen que los negros de acá se murieron todos en la guerra contra el Paraguay y con la fiebre amarilla y esa es una forma de decir que acá no hay negros. De los inmigrantes europeos, los que más se mixturaron con el negro fueron los italianos. Así, tengo entendido, aparece La Boca. Y a los negros se les prohibió salir a tocar su candombe a la calle. Se quedaron entonces en los patios. Y ahí salieron los italianos con la murga, que es como una tarantela, que viene de Taranto, un pueblo italiano, y “Taranto” viene de tarántula y vos fijate el baile de la murga, es gente intoxicada como una tarántula. Entonces lo que yo entiendo es que la murga tendría que tener candombe argentino en su formación. Yo no estoy en contra del candombe uruguayo, pero nosotros tenemos el nuestro que es bárbaro, lo que he tocado toda mi vida. ¿Cómo harías un espectáculo como el mío si no hubiera raíces rítmicas africanas en nuestra música? Mismo el tango, que viene de tangú, palabra africana, y la milonga que también es africana.
La señora del swing, defensora del candombe argentino, modernizadora del teatro de revista argentino en la segunda mitad de los cincuenta, es dueña de una historia riquísima, repleta de anécdotas en primera persona con personajes como Dizzy Gillespie, los miembros de la generación bossa nova brasileña y un tal Astor Piazzolla, con quien grabó un disco (“Astor Piazzolla – Egle Martín”) y a quien, según ella contó, le rechazó una oferta matrimonial. Su biografía cuenta tanto la historia de la música porteña y su vínculo con la bossa que Jorge Pistocchi (fundador de la mítica revista El Expreso Imaginario) está entrevistándola parar escribir el libro de su vida.
Vive en el sudoeste de Barracas en una casa chorizo de 1890, reformada y sobre todo acondicionada por ella, atiborrada de objetos, cuadros, plantas, telas, instrumentos y decoraciones que hacen sentir que uno entró por una puerta a otra ciudad, medio africana, medio brasileña, todo Egle. La dama goza contando su historia y saca a relucir fotografías, o reproducciones de diarios alemanes que la pusieron en primera plana cuando, en 1959, fue al país germano y cantó con la Sinfónica de Berlín en anfiteatros con hasta cincuenta mil personas.
Ese pasado inmenso tiene hoy, empero, una presencia juvenil. El espectáculo Identidad la ubica a Egle sobre el escenario de La Vaca Profana (viernes 18 próxima presentación) cantando boleros, candombes, bossa, algún tango, rodeada de siete jóvenes talentos musicales. Entre ellos, hace gala de su glamour, su canto excepcional y, fundamentalmente, de la alegría pura que le surge haciendo música: “Es gracias a la música que estoy viva. A mí lo que más me gusta es improvisar. Me siento como volando en el escenario. Cuando las personas te dan las gracias yo siento que les llegué al alma. Es una sensación increíble. Me acuerdo que una de las emociones más fuertes que tuve era ver en vivo a Vinicius de Moraes. Éramos muy amigos, nos queríamos mucho y nos llevábamos muy bien, era fantástico. Yo siempre andaba por detrás del escenario, y veía cómo la gente le daba las gracias.”
¿Cómo se dio esa amistad? ¿Usted ya tenía vínculo con la cultura brasileña?
Yo hablo portugués normalmente sin haber aprendido nunca, y como vengo del jazz la bossa me es fácil. Pero siempre me pregunté por qué me sentía tan bien, cuando fui a Brasil estaba tan plena... Hasta que mi mamá me contó que ella y mi papá se fueron una vez de vacaciones a Río y ahí quedó embarazada de mí. La pasaban tan bien que se volvieron cuando estaba de ocho meses. Lo cual es muy conflictivo para mí, porque me siento mucho más brasileña que argentina. Vinicius y todos ellos me invitaron a irme a vivir allá, pero no lo hice. Me quedé. A él lo conocí cuando viene Maiza Matarazzo a Buenos Aires, año 58 o 59, la fui a ver, me quedé maravillada, loca, me acerqué a decirle que la escuchaba, que la adoraba, y vino a la mesa con sus músicos, y nos quedamos juntos para siempre. A mí haberlos conocido a ellos me parecía normal. Después vivían en casa cada vez que venían, con la gente del Tamba Trío, con [Roberto] Menescal, con Joao Gilberto, con muchísimos músicos de allá. Era una sucursal de Brasil mi casa, pero a mí me parecía normal todo. En los sesenta pasaba de todo y parecía normal. Había como un vértigo a hacer cosas, a encontrarse con gente, a armar cosas, ahí aparece el Di Tella después. Una época maravillosa.
¿Esa efervescencia creativa tenía que ver con los proyectos de cambio social radical que albergaba esa época?
Ojo que sucedían las cosas más feroces también. Nosotros vivíamos como en una ensoñación. Tal vez cuando pasan las cosas más tremendas, por instinto de conservación, no digo que ignoramos porque hay que no tener sensibilidad para ignorar, pero uno trata de sobrevivir, y estando al filo de la navaja necesitás hacer un montón de cosas creativas, te lanzás más, porque total igual te podés morir. Es lo que pasa en los momentos límites. Mientras tengas ganas de hacer, no está todo perdido. Los artistas tratan de sobrevivir y sirven para que sobrevivan los demás.
¿Y su relación con Dizzy Gillespie, de quién tan cariñosamente habla, cómo es?
Lo conocí a los dieciséis años, cuando vino acá a dar unos conciertos con Quincy Jones. Yo ya había sido Reina de la televisión a los catorce años, y estaba en el teatro de revista. Cuando vino lo fui a ver. Le conté lo que me había pasado a los trece años: había ido a ver a Gene Kelly en un americano en París y me había muerto, porque hasta entonces yo estaba en una burbuja, mi mamá cantaba clásico, yo bailaba clásico desde los siete años en el Colón, no conocía otra cosa. Y cuando escuché a Gershwin....Fue un desprendimiento, sentí que los brazos se me transformaban en alas. Entonces llamé a Rodolfo Alchourron, un gran músico que entonces recién empezando con la guitarra, y me ofreció traerme un disco de Ellington y uno de Sara Vaughan. Con esos dos discos armé mi vida. Yo amaba el ballet El lago de los cisnes, entonces empecé a pensar si podíamos hacerlo con la rítmica del jazz, y lo hice, a escondidas lo hice, tenía trece años. Cuando vino Gillespie, me fui en medio de mi función, me puse un sobretodo, y rogué por verlo hasta que me dejaron entrar a su camarín. Dizzy, le digo, me muero con vos, y le conté toda esta historia del Lago de los cisnes. “Yes”, me decía él, “eso es el beep-bop”. Quedó que me pasaba a buscar tras la función para ir a comer y hacer música a un lugar que les prestaba Fresedo. Desde ahí nos empezamos a ver y no nos separamos nunca más. El me decía que con Charlie Parker hacían lo mismo: tomaban Stravinsky y lo hacían con armonías de jazz, o armonías clásicas cantando un tema de jazz. Yo era muy menor, entonces venía mi abuela a acompañarme y Quincy Jones le armaba todo un sillón con almohadones, estaba lleno de músicos, ahí lo conocía a [Lalo] Shcifrin, quien fue luego mi novio, y al Gato Barbieri. Cuando se fue Dizzy sufrí mucho, él era mi padre, mi alma, mi todo.
¿Y su vínculo con la cultura africana como surge?
Siempre estuve cerca de la cultura africana. Trabajé con la embajada de Nigeria, hice años de investigación. La parte norte de Nigeria es el centro más poderoso que tiene Africa, y gente de allí me decía que el tambor es el latido del corazón, y que a medida que el negro duerme el tambor se ralenta, y que después el negro se despierta y el corazón se acelera, y el tambor va siempre al ritmo, porque es el que mueve la sangre del cuerpo, y cuando cantan, el canto es el espíritu, y allí el negro está entero. Respetar la música hace bien, pero aquí se le ha dado bastante la espalda a la herencia africana que tenemos. Yo no entiendo bien lo que ha sucedido. Porque pareciera que no es un pueblo racista, pero te dicen que los negros de acá se murieron todos en la guerra contra el Paraguay y con la fiebre amarilla y esa es una forma de decir que acá no hay negros. De los inmigrantes europeos, los que más se mixturaron con el negro fueron los italianos. Así, tengo entendido, aparece La Boca. Y a los negros se les prohibió salir a tocar su candombe a la calle. Se quedaron entonces en los patios. Y ahí salieron los italianos con la murga, que es como una tarantela, que viene de Taranto, un pueblo italiano, y “Taranto” viene de tarántula y vos fijate el baile de la murga, es gente intoxicada como una tarántula. Entonces lo que yo entiendo es que la murga tendría que tener candombe argentino en su formación. Yo no estoy en contra del candombe uruguayo, pero nosotros tenemos el nuestro que es bárbaro, lo que he tocado toda mi vida. ¿Cómo harías un espectáculo como el mío si no hubiera raíces rítmicas africanas en nuestra música? Mismo el tango, que viene de tangú, palabra africana, y la milonga que también es africana.
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