Ignacio Echevarría (Barcelona, 1960) asentó su firma en quince anios de resenias en Babelia, el suplemento literario del diario El País, del que tuvo una salida sonante en 2004 después de que escribió una resenia crítica contra un libro editado por Alfaguara, parte del Grupo Prisa, igual que El País. Eso no mermó su sesuda difusión de la literatura latinoamericana en Espania, no sólo de Roberto Bolanio (la edición de 2666 estuvo a su cuidado), sino también Nicanor Parra (editó su obra completa), y escritores argentinos como Aira y Fogwill: en Argentina, dice, “está por lejos la literatura más compleja y múltiple en habla hispana, su temperatura media es muy superior a la de Espania y el resto de Latinoamérica”. Sin embargo, acota que no se haría “muchas ilusiones en cuanto a su proyección internacional, lo cual habla bien de las obras, porque hablamos de literatura no homologada. Como decía Nicanor Parra, la primera obligación de una obra maestra es pasar desapercibida”.
¿Cómo cree que las estructuras de difusión literaria, sus mecanismos de visibilización automática, afectan las emergencias de estéticas heterogéneas?
Hay una ambigüedad que suele pasarse por alto, porque, si bien el imperio de los medios y los grupos editoriales concentrados, asentados a partir de los setenta, con la necesidad ya no de captar sino de abastecer a un tipo de lector muy amplio, hace que se potencien productos prefabricados, que se sabe que satisfacen y adulan al público, por otro lado, como la demanda es tan constante, acaban buscando debajo de las piedras, y debajo de las piedras a lo mejor cada tanto les salta un alacrán. Con la narrativa latinoamericana está ocurriendo. Se necesitan nuevos autores, y muchos escriben preformateados para acceder a los circuitos de circulación internacional, son tipos que han construido su vocación con paradigmas convencionales, pero luego, entretanto, se presta atención a productos no homologados, es decir que la propia voracidad del sistema crea resquicios y grietas donde se cuelan alteridades. Pasa también en los medios y suplementos. Por eso yo creo que si hay real voluntad de intervenir, se interviene.
En cuanto a la idea de intervención: la potencia política de la literatura en las décadas del sesenta y setenta, ¿está mitificada? ¿Cómo está elaborada esa imagen?
Si hablamos de literatura latinoamericana, recordemos que estaba todavía viva la idea de vanguardia, que siempre es eminentemente política, porque parte de la presunción de que es posible cambiar las reglas de juego, es un gesto de disconformidad con lo que existe. Y en ese sentido creo que sí, que sobre todo el movimiento del boom se aupó sobre una presunción utópica, que nutrió su toma de riesgo y su irradiación. Ahora, con el eclipse de las ideologías, el colapso de los modelos de sociedad alternativos, ensombreció el horizonte utópico y la pretensión vanguardista. Por eso hoy en la crítica hay una condescendencia hacia los intentos de reactivar políticamente la literatura. También hacia los intentos de reactivarla experimentalmente, en tanto se asume que el vanguardismo es un signo estético de la utopía transformadora. Y sin embargo, en algún sitio hay un foco oscuro que cuando emerge, emerge con fuerza, en formas crispadas, como pueden ser algunas novelas de César Aira, que emanan inmediatamente un prestigio muy grande.
¿Una crisis de la vanguardia que en cierto modo la revaloriza?
Algunas veces he especulado que el éxito de Bolanio tiene que ver con la forma en que tematiza la vanguardia. Es decir, cómo construye toda su poética narrativa como una especie de exilio de la poesía, la poesía rimbaudiana, llamada a cambiar la vida. Los jóvenes de Los detectives salvajes son gente que va por todo, poesía y vida están fundidas, pueden tomar un coche e irse al desierto a buscar una poeta ignota. Trabaja con el vacío que la vanguardia ha dejado. Hasta cierto punto, el encanto de Bolanio es jugar con esa mala conciencia y edulcorarla. Todos nos sentimos solidarios de esos jóvenes malditos, valientes, salvajes, capaces de derrochar su vida por un buen poema.
¿Se trata de un efecto nostálgico?
Bolanio explota el agujero negro –una ausencia que atrae- que la vanguardia dejó en el canon cultural. El caso de Aira es distinto, porque él sí trabaja en fórmulas narrativas que son ellas mismas vanguardistas. De Bolanio en cambio cabe hacer una lectura en cierto sentido conservadora: trabaja sobre la defunción de la vanguardia, porque la vanguardia queda atrás, en la juventud, una suerte de utopía fracasada.
Por último: ¿cómo describiría la crítica que le gusta?
Creo que un buen crítico socializa una lectura. El crítico que no está hablándole a una comunidad puede ser exquisito, erudito, pero no bueno. Y confío en quien confía en su intuición y genera un efecto de autoridad en cada resenia. Ahora, creo que hay un equívoco generado por la industria editorial, esta idea de que para qué hablar mal de un libro habiendo tantos buenos. Como si el comentarista de libros fuera un tipo obligado a promover la lectura, cuando la única forma de promoverla es hacer sentir que sobre el acto de leer hay pasiones en juego. Eso es lo único que puede atraer a alguien, sentir que ahí hay algo importante. Diciendo que leer es muy bueno no se atrae a nadie.
Perfil, suplemento cultural, noviembre 2010
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