Nota: el efecto y la apreciación de los buenos libros se maceran con un tiempo que excede al periodístico. Lo cual es parte del motivo por el que esta nota me parece salió medio feucha; pero aguanto las ideas.
Fogwill aunque Fogwill
Nueve veces está escrita la palabra Fogwill entre tapa, lomo y contratapa del compendio que abona la canonización del eximio polemista (mientras se reedita Vivir afuera, novela, se agotó Los libros de la guerra, artículos; y después de los movimientos análogos con sus congéneres Mario Levrero y O. Lamborghini). Polemista, publicista, nombre marca: ¿cuánto deberá su éxito a su comportamiento público como escritor? No: no reclamar higiénica separación entre vida pública y obra. Suprimir el contexto lleva a sacralizar al texto –sin origen, se fetichiza en palabra santa- y al autor -objetivado como abstracta figura matrizante-. Además, su personaje público se trabaja como proyecto desde los propios textos de esta movilizante colección.
Diecisiete sobre veintiún cuentos fueron escritos entre 1974 y 1983. Todos admirablemente leídos en el prólogo de Elvio Gandolfo, quien, por otro lado, abre y cierra con el rankeo, el mapeo jerarquizante de las letras argentinas, en un libro donde se ostenta repetidamente ser el más dotado del clan en potencia narrativa (por ejemplo en Otra muerte del arte, única pieza hasta ahora inédita).
En la mayoría de los primeros cuentos, esa potencia narrativa (más: enunciativa) mantiene amarres en la capacidad física de contar. Parecieran estar escritos de un tirón de aire por el mismo narrador, un yo que cuenta reflexivo y autoconciente (“siempre yo diciéndome yo”). Incluso los relatos en tercera persona centran en el narrador, porque la verdadera protagonista es la capacidad de narrar. Mucho meta relato, cuenta que cuenta y cambia las reglas de súbito, un tipo de exposición del artificio que lo aleja de Borges, Cortázar, incluso Manucho. Como si dijera: te muestro que es invento, te cambio las premisas en el camino pero seguís enganchado porque querés ver cómo termina el cuento, o más bien cómo sigue el modo de contar. El ejercicio de la narrativa es en realidad el protagonista del conjunto; explicitado con prepotencia visceral en Música, conceptualizado en Sobre el arte de la novela.
Logra un estilo de contar muy directo pero exento de estereotipo: persigue una médula generativa del habla argentina. Y mecha con zonas de complejidad expresiva con en vericuetos del lenguaje (Reflexiones), a veces problematizando la conciencia con memoria, sueños, drogas (Help a él o el impresionante Restos diurnos).
Además encontrará el lector el repertorio esperable de tópicos fogwillianos: mujeres, sexo, saberes mundanos (de rico y de campo y calle), una inteligencia advertida de todo, armas, militancia setentista, arte y literatura. Transversalmente, una preocupación por la autoridad. Fogwill diagnostica una sociabilidad guerrera y actúa en consecuencia (“En guerra es bueno que cada cual se sienta mejor que los demás”).
Y está esa sociología de enorme tipólogo, suerte de psicología semio-mercantil (La chica de tul de la mesa de enfrente, brillante). Calcula: se la pasa calculando y es una manera de contar (ejemplo La cola, muestra fogwilliana de que peronistas somos todos).
Acaso resignado, literatura, podría decirse, de la derrota socialista (magistral La luz mala), hay en el libro una pelea: inercia versus resistencia a la subordinación de la vida al beneficio. Disputa entre la historia clandestina de las pasiones y su movilización reglada moderna, de notable factura en Memorias de paso, breve tratado de cultura occidental.
Una y otra vez la verdad obvia del mercado encarna en personajes como fatalidad. Pero en varios cuentos no: el hostil polemista respeta a los que no se venden. La poética de su despliegue narrativo es refugio subterráneo para hebras de corte a la naturalización capitalista, como en el hermoso (y pichicieguista) Cantos de marineros en las pampas, oda a la militancia bárbara –ese puro estar- contra la civilización del autoritarismo burocrático, a la pluralidad precaria de la intemperie contra el cobijo ordenado del fortín: eterna e invencible épica del hermoso fracaso.
¿Afecta la canonización a la riqueza del texto? Las mismas operaciones de presencia autoral (en texto y contexto) y autovalidación estilística que lo distinguen de las previas figuras consagradas de escritor (un gran escritor inventa un modo de serlo), esas mismas operaciones aperturistas respecto de lo que se puede y no con la literatura son las que devienen amenaza de clausura cuando arrean la corriente hacia la capitalización yoica. ¿Perderá misterio el consolidado, será como el ludo la literatura, con rebote en la meta? Todavía sobra fuerza y belleza en estos cuentos para que la canonización ceda como tigre de papel al vínculo del cuerpo con las palabras, a través suyo con el mundo.
Nueve veces está escrita la palabra Fogwill entre tapa, lomo y contratapa del compendio que abona la canonización del eximio polemista (mientras se reedita Vivir afuera, novela, se agotó Los libros de la guerra, artículos; y después de los movimientos análogos con sus congéneres Mario Levrero y O. Lamborghini). Polemista, publicista, nombre marca: ¿cuánto deberá su éxito a su comportamiento público como escritor? No: no reclamar higiénica separación entre vida pública y obra. Suprimir el contexto lleva a sacralizar al texto –sin origen, se fetichiza en palabra santa- y al autor -objetivado como abstracta figura matrizante-. Además, su personaje público se trabaja como proyecto desde los propios textos de esta movilizante colección.
Diecisiete sobre veintiún cuentos fueron escritos entre 1974 y 1983. Todos admirablemente leídos en el prólogo de Elvio Gandolfo, quien, por otro lado, abre y cierra con el rankeo, el mapeo jerarquizante de las letras argentinas, en un libro donde se ostenta repetidamente ser el más dotado del clan en potencia narrativa (por ejemplo en Otra muerte del arte, única pieza hasta ahora inédita).
En la mayoría de los primeros cuentos, esa potencia narrativa (más: enunciativa) mantiene amarres en la capacidad física de contar. Parecieran estar escritos de un tirón de aire por el mismo narrador, un yo que cuenta reflexivo y autoconciente (“siempre yo diciéndome yo”). Incluso los relatos en tercera persona centran en el narrador, porque la verdadera protagonista es la capacidad de narrar. Mucho meta relato, cuenta que cuenta y cambia las reglas de súbito, un tipo de exposición del artificio que lo aleja de Borges, Cortázar, incluso Manucho. Como si dijera: te muestro que es invento, te cambio las premisas en el camino pero seguís enganchado porque querés ver cómo termina el cuento, o más bien cómo sigue el modo de contar. El ejercicio de la narrativa es en realidad el protagonista del conjunto; explicitado con prepotencia visceral en Música, conceptualizado en Sobre el arte de la novela.
Logra un estilo de contar muy directo pero exento de estereotipo: persigue una médula generativa del habla argentina. Y mecha con zonas de complejidad expresiva con en vericuetos del lenguaje (Reflexiones), a veces problematizando la conciencia con memoria, sueños, drogas (Help a él o el impresionante Restos diurnos).
Además encontrará el lector el repertorio esperable de tópicos fogwillianos: mujeres, sexo, saberes mundanos (de rico y de campo y calle), una inteligencia advertida de todo, armas, militancia setentista, arte y literatura. Transversalmente, una preocupación por la autoridad. Fogwill diagnostica una sociabilidad guerrera y actúa en consecuencia (“En guerra es bueno que cada cual se sienta mejor que los demás”).
Y está esa sociología de enorme tipólogo, suerte de psicología semio-mercantil (La chica de tul de la mesa de enfrente, brillante). Calcula: se la pasa calculando y es una manera de contar (ejemplo La cola, muestra fogwilliana de que peronistas somos todos).
Acaso resignado, literatura, podría decirse, de la derrota socialista (magistral La luz mala), hay en el libro una pelea: inercia versus resistencia a la subordinación de la vida al beneficio. Disputa entre la historia clandestina de las pasiones y su movilización reglada moderna, de notable factura en Memorias de paso, breve tratado de cultura occidental.
Una y otra vez la verdad obvia del mercado encarna en personajes como fatalidad. Pero en varios cuentos no: el hostil polemista respeta a los que no se venden. La poética de su despliegue narrativo es refugio subterráneo para hebras de corte a la naturalización capitalista, como en el hermoso (y pichicieguista) Cantos de marineros en las pampas, oda a la militancia bárbara –ese puro estar- contra la civilización del autoritarismo burocrático, a la pluralidad precaria de la intemperie contra el cobijo ordenado del fortín: eterna e invencible épica del hermoso fracaso.
¿Afecta la canonización a la riqueza del texto? Las mismas operaciones de presencia autoral (en texto y contexto) y autovalidación estilística que lo distinguen de las previas figuras consagradas de escritor (un gran escritor inventa un modo de serlo), esas mismas operaciones aperturistas respecto de lo que se puede y no con la literatura son las que devienen amenaza de clausura cuando arrean la corriente hacia la capitalización yoica. ¿Perderá misterio el consolidado, será como el ludo la literatura, con rebote en la meta? Todavía sobra fuerza y belleza en estos cuentos para que la canonización ceda como tigre de papel al vínculo del cuerpo con las palabras, a través suyo con el mundo.
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