“No hay hinchada como la argentina, como la de Boca”
El celebrado autor mexicano vino a Buenos Aires para presentar Los Culpables, el libro de cuentos que editó Interzona -después de la buena recepción de la nouvelle Llamadas de Ámsterdam-, con historias finamente ingeniosas situadas en el envés de las situaciones de la vida contemporánea, allí donde las exigencias de los lugares sociales conspiran contra la economía anímica personal. La desazón, empero, en el trazo de Villoro puede ser asumida sin resignar del humor, cáustico.
Ganador del premio Herralde con su novela El testigo (además de ex agregado cultural de México en Alemania, Profesor de Literatura en la UNAM, Yale y Boston), Villoro explicó a Debate el sentido experimental de estas piezas -de “narradores torpes”- en relación con su obra. Además, el autor del ensayo Dios es redondo habí a visto, dos días antes de la nota, el Superclásico en la Bombonera. Entonces recordando también su pasado como futbolista juvenil amateur y su cobertura periodística de tres mundiales, Villoro argumentó su devoción por el deporte que “otorga un calendario a las pasiones”.
¿Por qué un cuento sobre un mariachi masivo que va al psicoanalista?
El mariachi representa lo más arquetípico de México. Me interesaba ver cómo alguien que es un lugar común de su país considera a su propia intimidad como un país extranjero. Primero porque él tiene poco acceso ya a sí mismo, por la mentada soledad que te genera la fama pero también porque él ha llegado a ser célebre por destino manifiesto, nunca decide nada: su padre fue mariachi, tiene la cara perfecta para cantar canciones de rencor, buena voz, y esto lo ha puesto en una pista que siguió de manera automática a pesar de que lo que a él le interesan son las carreras de fórmula uno, otras cosas. Para reinventar su intimidad, que sería lo más genuino, llega a otra zona extraña, la del cine, donde para una película le hacen una prótesis genital; sus genitales terminan siendo un país extranjero.
Pero su participación en el film también es organizada por otro: la mujer productora que lo convoca.
El tiene una orfandad esencia, ha sido adoptado por la vida mexicana, y obedece el guión que le escriben otros; harto de ser manipulado, se entrega a otra manipulación que le gusta más. Mejorar un defecto es encontrar otro más agradable, salir de la neurosis no es curarte sino encontrar otra más favorable.
Cada narrador tiene su resignación.
Quería trabajar con narradores torpes. Son narradores en primera persona, ninguno es profesional pero tampoco son miméticos de la voz coloquial mexicana; quería construir una realidad alterna con estos personajes que no saben narrar muy bien. Quería que el lector entendiera el relato mejor que el narrador. No quiero escribir mal, eso es lo más fácil del mundo, pero sí quiero que estos narradores torpes escriban historias que parezcan accidentalmente buenas. Cada uno a su vez tiene que autojustificarse, y recurren a una constelación de excusas, en relación con la política, o la falta de trabajo, o la ex mujer; uno de los mecanismos de la auto defensa es depositar la responsabilidad de los hechos en el exterior, la culpa siempre está en otro lado. Los personajes van en un safari de responsabilidades y, aunque son cronistas de sí mismos, las encuentran siempre ajenas porque a ellos les ha pasado algo incómodo.
¿Reconoce narrativas afines a esta búsqueda?
Por la tensión del cuento y por utilizar personajes que no saben contar historias, el referente clásico es Chejov, cuyos cuentos están muchas veces contados no sólo con la economía de recursos que él volvió canónica, sino desde la mirada de campesinos, o sacerdotes de provincias, desde voces rotas. Luego, en la literatura contemporánea hay efectos parecidos creo yo en alguna zona de la literatura de Rubén Fonseca, en Carver, muchos de los cuentistas que admiro. A mí me interesa mucho una reflexión de Piglia sobre el estilo, que plantea en Respiración Artificial. Dice que el estilo literario que solemos usar nosotros porta una deliberación estética: el que escribe es una persona que asume la lengua de otro modo. Con las palabras de todos, habla de manera distinta. Una construcción cuidadosa del mundo. Pero esto a los narradores puede llevarnos a cierta codificación que impide, a veces, una novedad de la expresión. ¿Cómo curarnos del estilo que por otra parte necesitamos? El pone el ejemplo de Roberto Arlt, un estilo deliberadamente incorrecto donde hay cosas que deben ser corregidas por el lector, aunque corregir a Arlt es fácil pero escribir una página como él es imposible, dice Piglia. De todos modos copiar a Arlt sería volverlo un código, una nueva retórica, ¿cómo librarnos de esto? Los escritores de tanto en tanto buscamos fórmulas. Me gusta mucho la idea de [Witold] Gombrowicz de la inmadurez: hay que aprender a ser inmaduro, recuperar una frescura del habla sin que sea una cosa mimética, una copia testimonial de la realidad. Todo esto es una explicación complicada para algo que en los dispositivos de Los Culpables debe tener una apariencia de naturalidad, no debe para nada mostrarse este esfuerzo. Son narradores torpes que crean accidentalmente formas novedosas del relato. Como quien cuenta una historia de vida en un bar. Ahora bien, en modo alguno intento criticar el gran estilo, ni pienso dejar de escribir novelas con una elaboración estilística distinta; es una exploración.
¿Buscan estos cuentos profundidad y entretenimiento a la vez?
Es una intención. Una de las cosas más complejas en literatura es escribir una trama que suscite una intriga, desemboque en una zona de asombro, y que al mismo tiempo ese asombro no sea del todo arbitrario. También me interesa que eso ocurra sin grandes efectos especiales que dramaticen. Por ejemplo, un amigo con el que discutí los manuscritos, me proponía que incluyera en un cuento un suicidio y en otro una muerte por accidente, aduciendo que los personajes necesitaban causas externas para lo que estaban sintiendo, pero yo no quise poner la realidad a la altura de la neurosis de los personajes, porque los justificaría. Están en un destino repetible casi por cualquiera de nosotros. No hay la gran tragedia. Ni tiene que morir alguien en el primer párrafo para que la historia sea triste. Y sí, que haya una dosis de profundidad en lo que parece trivial, bobo, en lo infraordinario. Ese es el universo que me interesa.
Vio el último Boca-River en la Bombonera, ¿cómo fue?
Fue uno de esos clásicos bastante típicos donde el público hace más fuerza que los jugadores, la cancha estuvo vibrando todo el tiempo. Yo había visto River-Boca en el Monumental en el 74. En Argentina el fútbol suscita una pasión especial que tiene que ver con varias cosas; el público se cree intervensionista, quiere incidir en el resultado, entre otras cosas porque aquí el resultado es importante. En un Mundial, los argentinos tienen el mérito de poder esperanzarse y decepcionarse. El espectador mexicano sabe que nunca va a ganar nada. El resultado es algo, entonces, totalmente secundario. Lo importante es que el público arme su propio espectáculo, una algarabía bastante feliz, el partido es un pretexto para la congregación, como en todos los ritos en México. El resultado no importa porque si ganamos es un accidente.
¿Ve naturalezas distintas en las hinchadas?
De lo que he visto en el mundo, no hay una hinchada como la argentina y no hay una hinchada como la de Boca. Fue apasionante seguir a Maradona en el mundial 90: a los napolitanos les dijo antes del partido contra Italia: “No hinchen a la Italia del norte, la Italia pobre somos los argentinos, nosotros somos ustedes”. Fue un drama magníficamente orquestado por él. La hinchada napolitana estaba avergonzada, al punto de que en el estadio había carteles que decían “Diego perdónanos, Italia es nuestra patria”. Y cuando ganó Argentina, los italianos del norte dijeron que los napolitanos no supieron alentar a la selección.
¿El fútbol sirve para tramar los relatos nacionales?
El fútbol tiene una condición de espejo extremado. Y ofrece un calendario para las pasiones: garantiza que sucedan y que se interrumpan. Es una especie de terapia comunitaria, en los más grandes momentos, porque también puede ser una lacra comunitaria. El fútbol extrema pasiones. Y los estadios son aparatos para regresar el tiempo. Regresamos al niño que fuimos: en el fútbol los ídolos son posibles, todo depende del juego y al mismo tiempo nada es tan serio como el juego. Y de ahí la fidelidad a los colores: en un mundo inconstante, se puede cambiar de todo menos de equipo de fútbol, porque es como negar el niño que fuiste. Además, escoger un club es escoger una forma de comportamiento frente a la adversidad, algunos comportan escuela de escepticismo, como el Necaxa, mi equipo: enseña a resignarse frente a la adversidad. Por otra parte, el hecho de que el fútbol pueda ofrecer un buen espectáculo y terminar en un cero a cero, es algo que desconcierta a los aficionados estadounidenses, porque en un país triunfalista es mejor que haya un ganador certificado aunque sea el rival. Y hay grandísimos partidos cero a cero, Holanda-Alemania en el Mundial 90, por ejemplo.
¿En el fútbol la intensidad está dada por “la inminencia de lo que puede no realizarse”, variando apenas la definición borgeana del arte? Sí, la espera. Hay partidos perfectos aunque la mayor parte del tiempo no pase nada. El gol dura cuatro segundos y el resto del tiempo es Riquelme cuidando la pelota, rompiendo el tiempo. Eso los europeos no lo saben todavía muy bien. Butragueño lo sabía. Por otra parte, el fútbol se asemeja mucho a la vida en la presencia de lo injusto; nadie merece un gol mal anulado como nadie merece un cálculo en el riñón. Errar dos penales en un partido es mucha mala suerte. Ahora, errar dos, pedir el balón para un tercero y volver a errarlo, como le sucedió a Palermo, ya es literatura. Escapa a todo; la magnitud del error lo inscribe en la zona de los misterios.
¿Usted ha jugado?
Jugué hasta los diecisiete en los Pumas, me probé en la Reserva Especial pero no tenía facultades suficientes, ni siquiera para el fútbol mexicano.
El celebrado autor mexicano vino a Buenos Aires para presentar Los Culpables, el libro de cuentos que editó Interzona -después de la buena recepción de la nouvelle Llamadas de Ámsterdam-, con historias finamente ingeniosas situadas en el envés de las situaciones de la vida contemporánea, allí donde las exigencias de los lugares sociales conspiran contra la economía anímica personal. La desazón, empero, en el trazo de Villoro puede ser asumida sin resignar del humor, cáustico.
Ganador del premio Herralde con su novela El testigo (además de ex agregado cultural de México en Alemania, Profesor de Literatura en la UNAM, Yale y Boston), Villoro explicó a Debate el sentido experimental de estas piezas -de “narradores torpes”- en relación con su obra. Además, el autor del ensayo Dios es redondo habí a visto, dos días antes de la nota, el Superclásico en la Bombonera. Entonces recordando también su pasado como futbolista juvenil amateur y su cobertura periodística de tres mundiales, Villoro argumentó su devoción por el deporte que “otorga un calendario a las pasiones”.
¿Por qué un cuento sobre un mariachi masivo que va al psicoanalista?
El mariachi representa lo más arquetípico de México. Me interesaba ver cómo alguien que es un lugar común de su país considera a su propia intimidad como un país extranjero. Primero porque él tiene poco acceso ya a sí mismo, por la mentada soledad que te genera la fama pero también porque él ha llegado a ser célebre por destino manifiesto, nunca decide nada: su padre fue mariachi, tiene la cara perfecta para cantar canciones de rencor, buena voz, y esto lo ha puesto en una pista que siguió de manera automática a pesar de que lo que a él le interesan son las carreras de fórmula uno, otras cosas. Para reinventar su intimidad, que sería lo más genuino, llega a otra zona extraña, la del cine, donde para una película le hacen una prótesis genital; sus genitales terminan siendo un país extranjero.
Pero su participación en el film también es organizada por otro: la mujer productora que lo convoca.
El tiene una orfandad esencia, ha sido adoptado por la vida mexicana, y obedece el guión que le escriben otros; harto de ser manipulado, se entrega a otra manipulación que le gusta más. Mejorar un defecto es encontrar otro más agradable, salir de la neurosis no es curarte sino encontrar otra más favorable.
Cada narrador tiene su resignación.
Quería trabajar con narradores torpes. Son narradores en primera persona, ninguno es profesional pero tampoco son miméticos de la voz coloquial mexicana; quería construir una realidad alterna con estos personajes que no saben narrar muy bien. Quería que el lector entendiera el relato mejor que el narrador. No quiero escribir mal, eso es lo más fácil del mundo, pero sí quiero que estos narradores torpes escriban historias que parezcan accidentalmente buenas. Cada uno a su vez tiene que autojustificarse, y recurren a una constelación de excusas, en relación con la política, o la falta de trabajo, o la ex mujer; uno de los mecanismos de la auto defensa es depositar la responsabilidad de los hechos en el exterior, la culpa siempre está en otro lado. Los personajes van en un safari de responsabilidades y, aunque son cronistas de sí mismos, las encuentran siempre ajenas porque a ellos les ha pasado algo incómodo.
¿Reconoce narrativas afines a esta búsqueda?
Por la tensión del cuento y por utilizar personajes que no saben contar historias, el referente clásico es Chejov, cuyos cuentos están muchas veces contados no sólo con la economía de recursos que él volvió canónica, sino desde la mirada de campesinos, o sacerdotes de provincias, desde voces rotas. Luego, en la literatura contemporánea hay efectos parecidos creo yo en alguna zona de la literatura de Rubén Fonseca, en Carver, muchos de los cuentistas que admiro. A mí me interesa mucho una reflexión de Piglia sobre el estilo, que plantea en Respiración Artificial. Dice que el estilo literario que solemos usar nosotros porta una deliberación estética: el que escribe es una persona que asume la lengua de otro modo. Con las palabras de todos, habla de manera distinta. Una construcción cuidadosa del mundo. Pero esto a los narradores puede llevarnos a cierta codificación que impide, a veces, una novedad de la expresión. ¿Cómo curarnos del estilo que por otra parte necesitamos? El pone el ejemplo de Roberto Arlt, un estilo deliberadamente incorrecto donde hay cosas que deben ser corregidas por el lector, aunque corregir a Arlt es fácil pero escribir una página como él es imposible, dice Piglia. De todos modos copiar a Arlt sería volverlo un código, una nueva retórica, ¿cómo librarnos de esto? Los escritores de tanto en tanto buscamos fórmulas. Me gusta mucho la idea de [Witold] Gombrowicz de la inmadurez: hay que aprender a ser inmaduro, recuperar una frescura del habla sin que sea una cosa mimética, una copia testimonial de la realidad. Todo esto es una explicación complicada para algo que en los dispositivos de Los Culpables debe tener una apariencia de naturalidad, no debe para nada mostrarse este esfuerzo. Son narradores torpes que crean accidentalmente formas novedosas del relato. Como quien cuenta una historia de vida en un bar. Ahora bien, en modo alguno intento criticar el gran estilo, ni pienso dejar de escribir novelas con una elaboración estilística distinta; es una exploración.
¿Buscan estos cuentos profundidad y entretenimiento a la vez?
Es una intención. Una de las cosas más complejas en literatura es escribir una trama que suscite una intriga, desemboque en una zona de asombro, y que al mismo tiempo ese asombro no sea del todo arbitrario. También me interesa que eso ocurra sin grandes efectos especiales que dramaticen. Por ejemplo, un amigo con el que discutí los manuscritos, me proponía que incluyera en un cuento un suicidio y en otro una muerte por accidente, aduciendo que los personajes necesitaban causas externas para lo que estaban sintiendo, pero yo no quise poner la realidad a la altura de la neurosis de los personajes, porque los justificaría. Están en un destino repetible casi por cualquiera de nosotros. No hay la gran tragedia. Ni tiene que morir alguien en el primer párrafo para que la historia sea triste. Y sí, que haya una dosis de profundidad en lo que parece trivial, bobo, en lo infraordinario. Ese es el universo que me interesa.
Vio el último Boca-River en la Bombonera, ¿cómo fue?
Fue uno de esos clásicos bastante típicos donde el público hace más fuerza que los jugadores, la cancha estuvo vibrando todo el tiempo. Yo había visto River-Boca en el Monumental en el 74. En Argentina el fútbol suscita una pasión especial que tiene que ver con varias cosas; el público se cree intervensionista, quiere incidir en el resultado, entre otras cosas porque aquí el resultado es importante. En un Mundial, los argentinos tienen el mérito de poder esperanzarse y decepcionarse. El espectador mexicano sabe que nunca va a ganar nada. El resultado es algo, entonces, totalmente secundario. Lo importante es que el público arme su propio espectáculo, una algarabía bastante feliz, el partido es un pretexto para la congregación, como en todos los ritos en México. El resultado no importa porque si ganamos es un accidente.
¿Ve naturalezas distintas en las hinchadas?
De lo que he visto en el mundo, no hay una hinchada como la argentina y no hay una hinchada como la de Boca. Fue apasionante seguir a Maradona en el mundial 90: a los napolitanos les dijo antes del partido contra Italia: “No hinchen a la Italia del norte, la Italia pobre somos los argentinos, nosotros somos ustedes”. Fue un drama magníficamente orquestado por él. La hinchada napolitana estaba avergonzada, al punto de que en el estadio había carteles que decían “Diego perdónanos, Italia es nuestra patria”. Y cuando ganó Argentina, los italianos del norte dijeron que los napolitanos no supieron alentar a la selección.
¿El fútbol sirve para tramar los relatos nacionales?
El fútbol tiene una condición de espejo extremado. Y ofrece un calendario para las pasiones: garantiza que sucedan y que se interrumpan. Es una especie de terapia comunitaria, en los más grandes momentos, porque también puede ser una lacra comunitaria. El fútbol extrema pasiones. Y los estadios son aparatos para regresar el tiempo. Regresamos al niño que fuimos: en el fútbol los ídolos son posibles, todo depende del juego y al mismo tiempo nada es tan serio como el juego. Y de ahí la fidelidad a los colores: en un mundo inconstante, se puede cambiar de todo menos de equipo de fútbol, porque es como negar el niño que fuiste. Además, escoger un club es escoger una forma de comportamiento frente a la adversidad, algunos comportan escuela de escepticismo, como el Necaxa, mi equipo: enseña a resignarse frente a la adversidad. Por otra parte, el hecho de que el fútbol pueda ofrecer un buen espectáculo y terminar en un cero a cero, es algo que desconcierta a los aficionados estadounidenses, porque en un país triunfalista es mejor que haya un ganador certificado aunque sea el rival. Y hay grandísimos partidos cero a cero, Holanda-Alemania en el Mundial 90, por ejemplo.
¿En el fútbol la intensidad está dada por “la inminencia de lo que puede no realizarse”, variando apenas la definición borgeana del arte? Sí, la espera. Hay partidos perfectos aunque la mayor parte del tiempo no pase nada. El gol dura cuatro segundos y el resto del tiempo es Riquelme cuidando la pelota, rompiendo el tiempo. Eso los europeos no lo saben todavía muy bien. Butragueño lo sabía. Por otra parte, el fútbol se asemeja mucho a la vida en la presencia de lo injusto; nadie merece un gol mal anulado como nadie merece un cálculo en el riñón. Errar dos penales en un partido es mucha mala suerte. Ahora, errar dos, pedir el balón para un tercero y volver a errarlo, como le sucedió a Palermo, ya es literatura. Escapa a todo; la magnitud del error lo inscribe en la zona de los misterios.
¿Usted ha jugado?
Jugué hasta los diecisiete en los Pumas, me probé en la Reserva Especial pero no tenía facultades suficientes, ni siquiera para el fútbol mexicano.
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El discípulo estaba ocupado mezclando diferentes tipos de yerbas.
-¿Para qué mezclás la yerba? -preguntó el maestro.
-Porque no quiero acostumbrarme al gusto de ninguna -respondió el discípulo.
-¿Y cómo vas a hacer para no acostumbrarte al gusto de la mezcla?
El discípulo se iluminó.
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