La política y las cosas
No es valiente prever que esta novela dará tipeo a los trazadores de genealogías literarias, también a quienes reclamen ante todo la inmanencia de la obra de Cohen como marco primordial de lectura de este nuevo viaje por el entrañable Delta Panorámico; tampoco faltan jamás los que sostienen la posibilidad de leer la literatura no sólo bajo acotamiento referencial literario sino con derecho de diálogo constitutivo con el mundo. Pero en principio, la primera reacción que esta novela produce es un silencio, propicio para su acaudalada resonancia.
Las lecturas (etimológicamente, las agarradas) de estas páginas pueden tener ejemplos cabales de remisión justa en la relación entre intimidad y política, la evolución técnica como horizonte de la especie, el vínculo filial, el envejecimiento, la naturaleza como fuente subjetivante, el consumismo, entre otros nombres propios de una segmentación no inocua pero siempre pueril respecto del conglomerado que es la vida viviendo, en diálogo con el cual –más que con el fantástico, Faulkner o Hegel- se constituye esta novela. La pintura abstracta que ilustra la tapa (Empirical construction, de Julie Mehreti) es coherente con esa multiplicidad de planos y capas de realidad que en la casa de Ottro se trabajan, investigan, intervienen, gozan. La casa no es gigante, pero inconmensurable; repleta de cosas de todo el Delta, da lugar a todo a condición de que “todo” no tenga bordes precisables. Y la pintura, al no presentar tanto formas de cosas como formas de formas, enfoca la potencia de lo real de formar cosas: ese infinito virtual y esa inconmensurabilidad actual, podría decirse, son el berretín aquí ficcionalizado.
El uso de la ciencia ficción es más paisajístico que dramático, no basa ni utopía ni Apocalipsis. Opera un desplazamiento: Cohen crea otros mundos para bucear el meollo no evidente de este. Todo en dos grandes planos narrativos, una casa y la remembranza de un proceso político. La que escarba y escarba es Fronda, protagonista y narradora Fronda Pátegher. Libertarca formada en los laboratorios de experimentación social, ocupa la casa que le dejó su ex suegro, Collados Ottro, de quien, además, fuera asesora cuando él se hizo político. Llegó a Regente, el cargo secular más alto bajo la gerontocracia del Mayorazgo imperante en la isla; isla Ushoda, de vejetes venerados, ricachones irrestrictos y público acomodado a un pésimo óptimo.
Mientras relata la caída de su osado gobierno y luego la desaparición física de Ottro, Fronda trabaja como consultora del vivir juntos: repliegue de la aptitud política al ámbito privado. Y lidia con la herencia que le dejó su suegro, su casa imposible, su doméstica, Cañada (beatífica, impasible, ciborgue), y también la malcrianza de su hijo, Riscos, en quien el régimen de “todos los gustos” del abuelo fue la antesala infantil de la fundación, juvenil, de la secta de los pervopolimorfos, divertidísima y escalofriante derivación coheniana de la antropología psicoanalítica.
Fronda lleva colgando no tanto delante la zanahoria de la utopía, como detrás la camarita del control conciencial, la conciencia de ser conciencia. Crispada con la inevitabilidad de los segundos pensamientos, a puro intento de (¿auto?)sanación del alma, llega al terreno de la especulación ontológica, y antropológica. La novela trabaja problemas que tienen disciplinas específicas; privilegia un debate sobre la naturaleza de la especie. La condición humana es, como de usual en la obra de Cohen, una pregunta ética por las maneras de ser y estar. Pero no es una pregunta abstracta trascendental, sino práctica: del terreno social y el orden de la responsabilidad. La investigación narrativa de la ética del ser social, territorio recorrido –también- como superficie lírica.
Es en esa desmesurada apertura al mundo donde puede pensarse Casa de Ottro –igual que Donde yo no estaba- como una propuesta de sentido específico de la novela como género actual: una experiencia de conocimiento general.
La política con que Ottro llega a regente es agitar al “público” desde esa pregunta por el sentido y el valor de la vida, preocupado por sacarla del secuestro banalizante del confort, la inercia del poder. En ese sentido Cohen politiza la política. Pero busca dinamizar “desde arriba”; no hay, prácticamente, movilización social. Como literatura política, versa sobre el ámbito institucionalmente destinado a la tramitación de lo público, pero no sobre las potencias transformadoras que hay como dimensión intrínseca a los propios lazos de intercambio y cooperación productiva. En ese sentido (tomando la diferenciación en boga que abreva en Carl Schmitt), es novela sobre la vida en la política, no sobre lo político en la vida.
Las lecturas (etimológicamente, las agarradas) de estas páginas pueden tener ejemplos cabales de remisión justa en la relación entre intimidad y política, la evolución técnica como horizonte de la especie, el vínculo filial, el envejecimiento, la naturaleza como fuente subjetivante, el consumismo, entre otros nombres propios de una segmentación no inocua pero siempre pueril respecto del conglomerado que es la vida viviendo, en diálogo con el cual –más que con el fantástico, Faulkner o Hegel- se constituye esta novela. La pintura abstracta que ilustra la tapa (Empirical construction, de Julie Mehreti) es coherente con esa multiplicidad de planos y capas de realidad que en la casa de Ottro se trabajan, investigan, intervienen, gozan. La casa no es gigante, pero inconmensurable; repleta de cosas de todo el Delta, da lugar a todo a condición de que “todo” no tenga bordes precisables. Y la pintura, al no presentar tanto formas de cosas como formas de formas, enfoca la potencia de lo real de formar cosas: ese infinito virtual y esa inconmensurabilidad actual, podría decirse, son el berretín aquí ficcionalizado.
El uso de la ciencia ficción es más paisajístico que dramático, no basa ni utopía ni Apocalipsis. Opera un desplazamiento: Cohen crea otros mundos para bucear el meollo no evidente de este. Todo en dos grandes planos narrativos, una casa y la remembranza de un proceso político. La que escarba y escarba es Fronda, protagonista y narradora Fronda Pátegher. Libertarca formada en los laboratorios de experimentación social, ocupa la casa que le dejó su ex suegro, Collados Ottro, de quien, además, fuera asesora cuando él se hizo político. Llegó a Regente, el cargo secular más alto bajo la gerontocracia del Mayorazgo imperante en la isla; isla Ushoda, de vejetes venerados, ricachones irrestrictos y público acomodado a un pésimo óptimo.
Mientras relata la caída de su osado gobierno y luego la desaparición física de Ottro, Fronda trabaja como consultora del vivir juntos: repliegue de la aptitud política al ámbito privado. Y lidia con la herencia que le dejó su suegro, su casa imposible, su doméstica, Cañada (beatífica, impasible, ciborgue), y también la malcrianza de su hijo, Riscos, en quien el régimen de “todos los gustos” del abuelo fue la antesala infantil de la fundación, juvenil, de la secta de los pervopolimorfos, divertidísima y escalofriante derivación coheniana de la antropología psicoanalítica.
Fronda lleva colgando no tanto delante la zanahoria de la utopía, como detrás la camarita del control conciencial, la conciencia de ser conciencia. Crispada con la inevitabilidad de los segundos pensamientos, a puro intento de (¿auto?)sanación del alma, llega al terreno de la especulación ontológica, y antropológica. La novela trabaja problemas que tienen disciplinas específicas; privilegia un debate sobre la naturaleza de la especie. La condición humana es, como de usual en la obra de Cohen, una pregunta ética por las maneras de ser y estar. Pero no es una pregunta abstracta trascendental, sino práctica: del terreno social y el orden de la responsabilidad. La investigación narrativa de la ética del ser social, territorio recorrido –también- como superficie lírica.
Es en esa desmesurada apertura al mundo donde puede pensarse Casa de Ottro –igual que Donde yo no estaba- como una propuesta de sentido específico de la novela como género actual: una experiencia de conocimiento general.
La política con que Ottro llega a regente es agitar al “público” desde esa pregunta por el sentido y el valor de la vida, preocupado por sacarla del secuestro banalizante del confort, la inercia del poder. En ese sentido Cohen politiza la política. Pero busca dinamizar “desde arriba”; no hay, prácticamente, movilización social. Como literatura política, versa sobre el ámbito institucionalmente destinado a la tramitación de lo público, pero no sobre las potencias transformadoras que hay como dimensión intrínseca a los propios lazos de intercambio y cooperación productiva. En ese sentido (tomando la diferenciación en boga que abreva en Carl Schmitt), es novela sobre la vida en la política, no sobre lo político en la vida.
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