Rembrandt en Cuba
Con la exitosísima El hombre que
amaba a los perros, novela sobre las vidas de Leon Trotsky y su asesino Ramón
Mercader, el cubano Padura había demostrado que hace narraciones comprometidos
con el mundo, que su prosa lúcida se pone al servicio captar con respeto lo que
ya estaba ahí, en el corazón de la tierra de los hombres, aunque lejos de nuestra
sensibilidad -él, con su pluma, nos pone esos cuerpos, sus diálogos y sus
historias tan cerca que con ellos reímos, lloramos, amamos, y odiamos. En este
caso, Herejes, es una nueva historia
de su personaje Mario Conde, detective amigo del ron y las buenas causas; pero
no solo es eso: es una novela dada por el encuentro de historias distantes, entre
el siglo XVII de Ámsterdam, la Cuba prerrevolucionaria y la de los últimos años,
y el Miami cubanizado. El elemento en común, el protagonista esquivo de esta
novela mapa, es un cuadro. Un lienzo de uno de los maestros de los tiempos
todos: Rembrandt Van Rijn.
La historia empieza en La Habana en 1939: antes del estallido de la
guerra, la comunidad judía de la ciudad se reúne con enorme expectativa en el
puerto ante la llegada del SS Saint Luis, que carga más de novecientos hebreos fugados
de Alemania. El niño Daniel Kaminsky espera junto a su tío a que bajen sus
padres y su hermana. Traen un tesoro, el secreto de los Kaminsky durante
trescientos años: un retrato original de Rembrandt. Pero tras esperar varios
días frente al puerto, el barco es obligado a retirarse y termina volviendo al horror
nazi. Diecinueve años después, sin embargo, Daniel descubre que el cuadro está
en Cuba.
En paralelo se cuenta la historia del hijo de Daniel, nacido
estadounidense y a la sazón pintor, que ya en nuestro siglo viaja a Cuba para
conocer la verdad sobre su padre –que migró a Miami antes de la Revolución- y la del cuadro, que, misteriosamente,
acaba de aparecer en una subasta en Londres.
Pero solo tras doscientas páginas Padura cuenta el inicio de la trama: la
conmovedora historia de un adolescente judío en Ámsterdam en 1643, que
necesita, como el agua, dedicarse a pintar, y goza la vecindad del Maestro
Rembrandt pero sufre el peso de la Ley judaica que prohíbe la adoración –y ni
hablar creación- de figuras pictóricas.
Distancias de siglos y continentes encuentran problemas y anhelos
comunes: la medida en que el poder organizado de los hombres es aliado de su
libertad o bien lo contrario; la fidelidad al deseo o la supervivencia sumisa;
el desarraigo y la adaptación; y sobre todo, la amistad: entre discípulo y
maestro, entre sobrevivientes del derrumbe del sueño socialista, entre
migrantes eternos, el lazo sagrado de la amistad.
[RS octubre 2013]
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