Thursday, November 26, 2009

Reseña de Frutos extraños, de Gloria Guerriero (Aguilar)

Sobre la crónica
Publicado en el suplemento Cultura de Perfil, 8/11/09

La crónica acaso sea la última trinchera del periodismo gráfico en papel. Pero no importa que sea un medio para la supervivencia del género, sino un motivo: tiene algo específico y propio para darnos; la posibilidad (que por contingente no es “oportunidad”) de incursionar en segmentos mundanos creándoles nosotros mismos sus imágenes visuales. Frente al bloqueo cognoscitivo en que resulta la saturación de imágenes en la experiencia urbana y mediática, la crónica periodística habilita un modo de conocimiento que recupera para sí la imaginación, materialista-mente hablando.
Más que tomar la usanza literaria para la tarea periodística, o transcribir sucesos verídicos para saciar la voluntad narrativa, la contundencia de las 16 crónicas (publicadas en diversos medios iberoamericanos) da cuenta de que de uno otro modo la sociedad es una máquina de producir historias, y en eso sí es generosa. Segundo libro de la autora en el género que incluye el pacto de veracidad, que consagró (a) Truman Capote y que acaso tenga hoy en Argentina su mayor éxito en Martín Caparrós.
Además incluye, el volumen, textos de reflexiones sobre el oficio y hasta autobiográficos; aunque quizá menos sustanciosos que las crónicas, muestran un pensamiento sobre la propia práctica, y una notable generosidad de revelar los criterios y técnicas compositivas de los elaborados textos. Cuentan con una madura consciencia del proceder del relato, alimentada no sólo por la escritura literaria que la autora, cuenta, realizó desde joven, sino también por una especie de muy entrenado instinto de reconocimiento de las “historias”. Cada cosa, cada existencia del huerto social, es una historia, la historia de sí mismo, que es la historia, tan determinable como misteriosa, del avatar de un conjunto de puntos del mundo conformados como entorno de esa cosa en la perspectiva de su relato.
La discriminación es, también, una de las virtudes que más brillan en la obra de Guerriero: qué ingresa y qué debe quedar afuera para que la sucesión de lo contado -información al fin- monte las presencias pero también los hiatos y vacíos necesarios para la recreación viva de, por casos, la cálida mañana del 11 de mayo de 1946 en que muriera don Pedro Henríquez Ureña, o la trayectoria más de veinte años del Equipo argentino de antropología forense, o la relación de Romina Tejerina con el recuerdo de la beba mató tras parir. Organiza los relatos –huelga decirlo- un manejo de los tiempos, de las velocidades, lo súbito y lo diferido. Tres más que nada son esas velocidades. Una es la de la lupa, la de la pausa, donde contar algo es quedarse en un elemento; el poder ilustrador de la permanencia. Luego está la rienda informativa. Agradece uno que leer datos sea gustoso (cuando ha devenido fea palabra,“datos”). Dentro de una historia, de un relato cimentado en su afectividad como escena, los datos vienen a cuento de. Y así dejan de presentarse como catarata que ahoga, dejan, los datos, de ser varias cosas: hijos berretas del horizonte estadístico, inercia del periodismo con sentido impensado, bombardeo de asedio a la ignorancia general del periodista; aquí, los datos son insumos del relato, ya no evidencia -ciega a sí misma- de ausencia de relato.
En narrativa de ficción, muchas veces puede diferenciarse una voluntad de inventar y una voluntad de mostrar, dar cuenta de (una época-lugar, un proceso íntimo, una clandestinidad económica, un habla urbana, etcétera). Guerriero asume arremangadamente el deseo de mostrar; las crónicas -non fiction tamaño cuento- son el testimonio de un pedacito del mundo, de una experiencia. Que no es la experiencia del periodista aventurándose en la mugre de lo real (ni de su presunta crema), transferencia de valor que tanto confunde al nuevo periodismo. Guerriero sí, cuenta sistemáticamente los contextos de los reportajes, pero la pertinencia de todo, incluida ella misma como contexto, viene medida por cuánto su presencia aporta a la vivificación del protagonista.
Esa vivificación tiene su golpe de sangre, por decir, su dosis eléctrica que lo anima, en la tercera de las grandes velocidades que traman las crónicas del libro: la irrupción de las voces. El foco detenido en un elemento (la mecánica de las amputaciones quirúrgicas, para la historia del prestidigitador mago manco René Lavand; la etimología, trágica para la sangre querandí, del nombre del partido de La Matanza, y su justeza semántica para el éxito cárnico-mercantil de José Alberto Samid) hace suelo; lo más estrictamente cronicado produce camino; la irrupción de la voz de los entrevistados actúa.

Reseña de Cuentos Reunidos de Felisberto Hernández (Eterna Cadencia)

Siempre está llegando
Publicado en Rolling Stone, noviembre 09

Este volumen de relatos del escritor y pianista uruguayo nacido en 1902 y muerto desde 1964 recoge, por un lado, el período de su escritura que podría llamarse narrativa de la remembranza, o tal vez poética de la remembranza y narrativa de los mecanismos de la memoria, con los relatos largos Por los tiempos de Clemente Colling, El caballo perdido y Tierras de la memoria; e incluye también las dos hermosas páginas metodológico-estéticas de Explicación falsa de mis cuentos, y cinco cuentos protagonizados por la extrañeza, por una ingeniosidad melancólica, una sensibilidad que no renuncia a su naturaleza excéntrica ni a su pulsión lúdica. Por ejemplo La casa inundada, onírica convivencia de un silencioso escritor y una obesa viuda enamorada del agua; o El cocodrilo, sobre un pianista devenido vendedor de medias, cuya estrategia de venta es ponerse a llorar.
Con la simultánea reedición de Las hortensias (El cuenco de plata), asistimos a un nuevo regreso de este autor que suele ser considerado raro, de culto, tal vez por ser más nombrado que leído. En cualquier caso, todos estos textos, tanto los más evocativos como los más inventivos (aunque evocar es, en Felisberto, una tarea creadora), custodian la singularidad de su percepción, porque su hacer artístico empieza con la militancia en un modo muy personal de decodificar el mundo (“…pero yo no quería que me hubieran hecho observar aquello, porque después tenía que poner demasiada atención en eso, y no podía seguir sintiendo otras cosas”, rememora en Los tiempos de Clemente Colling). Es que las formas estereotipadas de la percepción son ciegas al misterio, que en la literatura de Hernández es fuente de verdad.

Reseña de Marcas de Nacimiento, de Nancy Huston (Edhasa)

Publicado en Rolling Stone, noviembre 09


Los cuatro capítulos están narrados en primera persona por sendos niños de seis años, distintos escalones o eslabones de una línea genealógica: Solomon, Randall, Sadie, y Kristina, hablan de sus vidas en California 2004, New York y Haifa 1982, Toronto 1962 y Munich 1944/45. Las historias personales muestran su receptividad de la herencia familiar y de la Historia de las sociedades; bisabuela y bisnieto comparten un lunar y el contacto con el horror de la guerra: una víctima en carne propia del nazismo, el otro fascinado por las imágenes del poder sobre la carne ajena que produce el aparato militar estadounidense y él busca en Google, para “sobarse” a escondidas de sus padres. Tanto por victimización o por perversión, la novela asume la caducidad de la idea de inocencia infantil.
Dentro de la apuesta por reponer un entramado familiar y con él un período histórico que va de Himmler a Abu Ghraib, empresa ambiciosa de por sí, Huston agrega el desafío de que las trescientas páginas sean enunciadas por niños. Se toma la licencia de que perciban y digan con una inteligencia de bastante más edad que la que tienen; es como si el niño explicitara en palabras lo que le pasa internamente (“Yo preferiría estar siempre jugando que hacer cualquier otra cosa porque puedes abstraerte por completo”). Tampoco se toma mucho trabajo para diferenciar las voces (maneras del habla) de los distintos niños-narradores. Apuesta a que la intensidad esté en la historia, el interés de los hechos en sí, de manera que la ingeniería estructural de la novela es compleja mientras que los modos de decir tienden a la llanura; cambian los enunciados sin afectar la enunciación, lo relevante no hace relieve expresivo.
Reuniendo así elaboración y accesibilidad, en Francia Marcas de nacimiento vendió cuatrocientos mil ejemplares y recibió el premio Femina, antes otorgado a Saint-Exupery y Marguerite Yourcenar. Como Faulkner en El ruido y la furia, antecede el texto con el dibujo del segmento del árbol genealógico que la novela construye, aquí, de final a principio, de 2004 a 1945. Solomon siente que es superdotado y que si Dios lo puso en el estado más rico del país más rico, “capaz de desatar el juicio final para toda la especie humana”, es porque su destino es dominar el mundo. Su bisabuela es lesbiana y fue una cantante mundialmente famosa, su abuela es judía ortodoxa, conferencista y autora de libros, y su padre mantiene la familia trabajando en una empresa que diseña robots bélicos. El gran lunar que es la marca de nacimiento común, Solomon lo tiene en la sien, y le hacen cirugía de extirpación, pero se le infecta y queda peor que antes, anunciando acaso lo necio del control total y de intentar eliminar la presencia del origen.